Todas en algún momento hemos cargado más de una cruz en la espalda. Hemos sentido el peso que nos encorva la espina dorsal, nos tuerce el cerebro y nos quiebra el corazón. Tenemos grietas profundas en la piel que nos recuerdan lo vivido. Probablemente pensamos que no hay luz después de nada como dicen las manadas religiosas. Las cargas emocionales también nos hacen sangrar. Tenemos cajones llenos de vivencia y recuerdos que preferimos no abrir, los recuerdos son tan poderosos que nos hacen perder el control cuando el dolor ha sido demasiado fuerte.
En una mañana de lloviznas y lluvia suave, enciendo velones a los santos que se han convertido en mi religión. El aroma del incienso en mi piel. Un cigarro encendido y el lento palpitar de mi maraca me llevan a otro cielo. Me sacude la fé y la esperanza de creer que alguien me escucha. Es un momento solemne que muchos no entenderán. Ahí derramo mis defectos para sentirme merecedora de algún tipo de consuelo. Es una declaración de amor a lo desconocido, a lo inmaterial, lo mío. Sencilla y frágil como el cristal que sostiene mis velas. Así me puedo romper y deshacer; lo reconozco. Jamás seré invencible, pero soy una gran guerrera.
En mis veinte minutos de consagración pretendo vaciar la mayoría de mis necesidades y cuestionamientos. Tal vez soy bruja, no sé, soy muy espiritual. Soy la religión de las que hemos tenido que arrodillarnos a dos pulgadas del abismo del que tanto tememos. Ahí es cuando la sangre inunda mi mente y me obliga a pensar. Divorcio las mentiras de las verdades. Los clavos qie dieron muerte a Jesús están siempre con nosotros. Manos, pies, corazón. Lo que hacemos, a dónde vamos y lo que sentimos. Esa corona de espinas no nos permite ser fieles a la verdad. La sangre que baja por nuestra frente llega hasta nuestros ojos para nublar la mirada, la visión, lo que tenemos frente se ve y a la misma vez se oculta.
Aunque tengo momentos en los que me dejo llevar por lo picante de la vida. Tiempos en los que el cuerpo encuentra gustos y delicias que quiere saborear. Sin calma alguna me envuelvo hasta los huesos en sentimientos de placer que no siempre salen bien. Me transformo en un relámpago de energía frívola y terrenal. Soy de esta tierra, a la tierra voy, entonces me vuelvo tierra y dejo que me consuma. Las explicaciones son un libreto que inventó algún alma que vivió antes que yo. Yo obedezco a mis apetitos. Si tengo hambre y tengo boca, entonces comeré. Si tengo sed y tengo garganta, entonces beberé. La vida me ha puesto en escenarios donde la piedad no tiene valor ni sentido. Tomaré lo mío y me iré. He vivido antipatías y envidias de otros y me he defendido como se defiende una hiena. Sin pena ni dudas. Me he relamido en el fango que sabe a chocolate olvidando el pudor y la decencia de las mujeres buenas y mansas. No le he temido a decir lo que quiero, cuándo y cómo lo quiero. Mis labios describen con exactitud mis necesidades y deseos más carnales.
Mis virtudes me hacen libre, pero tengo que recordar constantemente que el amor más importante es el que debo sentir por mí misma. La vida está llena de tantos amores diferentes, que a veces todo me confunde. Todo ocurre a la misma vez. Necesito sentir el sonido de ese violín lejano que me ayuda a pausar, a cerrar los ojos… detenida. Solo quiero florecer. Quiero la soledad absoluta. Admito que el amor por mi es mi más difícil amor. Por cuánto me conozco, lo que sé de mí, por mi autocrítica, soy lo más difícil que tengo que aprender a amar. Es absurdo mentirme, imposible ocultar mis propios defectos.
Por eso siempre regreso a mi momento, lo puro, lo mío, eso a lo que le tengo fé. No soy una santa, ni una diabla reprimida. Ninguna de las dos. Soy la lucha constante de ambas. Lo que dejó Jesús creado y lo que me ha mostrado el hombre. El deseo de la carne y las confusiones del corazón. Un sí y un no. A veces estoy en contra de la corriente, a veces soy la corriente. Fiel creyente del poder del espíritu y del amor.
Pero en esta vida, no soy ni santa ni diabla, yo soy las dos.