Lázaro Feliz es la historia de un milagro y una película milagrosa por lo que tiene de rara en el panorama cinematográfico actual. Su personaje principal encarna la bondad total, quizá la más suprema de las virtudes. Una virtud que lleva implícita una condena pero también una continua redención.
Lázaro no ve la maldad en los demás, por lo tanto no puede defenderse de ella, sin embargo esto no le causa ningún dolor. No se hace preguntas que no sabría contestar, acepta las cosas tal cual vienen y a los demás simplemente como son. No se cuestiona el orden establecido y lo obedece sin sentirse humillado. Lázaro vive y ayuda a vivir.
El papel protagonista lo realiza Adriano Tardiolo que, a sus veinte años y sin ser actor profesional, aparece como el primer gran acierto de la película. Su mirada, libre de cualquier mecanismo del oficio, inviolada como el nombre del lugar en el que vive, nos hace frente desde la pantalla y nos hipnotiza con su limpio color verde.
Objetiva de principio a fin, no moraliza, simplemente muestra cómo es el mundo que hemos tenido la osadía de moldear a nuestra manera, en beneficio propio, desde el más pobre en su miseria, hasta el más rico en su codicia.
La directora, Alice Rohrwacher, bebe del Neorrealismo Italiano y de Visconti pero también de todo el Cine, la Literatura y la Historia que cada uno reconocerá según su propio bagaje. Las referencias bíblicas se mezclan con la crítica social, con las leyendas, con la Naturaleza de un paisaje implacable y casi sobrenatural. Sin embargo y ahí reside, en mi opinión, el valor de la película como pieza cinematográfica, todo ello se consigue visualmente sin ningún tipo de artificio, solo una mirada que lo refleja todo y nos lo devuelve para que lo asimilemos si somos capaces.
Actores profesionales desconocidos quizá para el gran público – atención a los personajes de Antonia y a Tancredi- rodeados de otros no profesionales además del protagonista y una sorpresa para el público español: Eduard Fernández, en un papel no tan menor como pudiera parecer, se reúnen para formar el contrapunto de Lázaro, la fauna humana perfecta para resaltar la flor que se mueve en medio de ellos con su extraordinaria mirada que, a veces, tan solo observa y siempre, siempre, lo entiende todo.
Simbolismo en el lobo, que se oculta tras las montañas conocedoras, como Lázaro, de los secretos que ocultan las almas. El silencio de Lázaro como contrapunto al ruido externo, a los gritos de las fieras que no son, ni mucho menos, los animales a los que tanto temen.
El muchacho y el lobo se comunican entre ellos y con la luna, como punto de luz, más distante pero más fiable que los seres humanos que pululan alrededor. Será únicamente el lobo quien, viendo a Lázaro desvalido, se apiada de él en dos ocasiones a lo largo de la película y le ofrece la única salida posible.
Presente está también la supuesta evolución, las ciudades que han devorado al campo para acabar siendo tanto o más implacables que él:
- No planto ni una cebolla más – dice en un determinado momento unos de los personajes, sin darse cuenta de que eso le condena a una miseria igual a aquella de la que cree haber huido.
La incomunicación, la cobardía, las cortes de aduladores y de bufones, la soberbia, la autocomplacencia, el victimismo, la hipocresía, pero también la lealtad, la memoria, las raíces, el trabajo, los vínculos familiares y de amistad, todo ello rodea a Lázaro sin llegar a alcanzarle de una forma directa porque su bondad y su estoicidad, son los firmes pilares en los que se sustenta su extraordinaria sabiduría, aquella que nadie es capaz de ver porque las pocas veces en que se muestra lo hace revestida de humildad y totalmente exenta de cinismo.
Esa bondad y ese estoicismo son el punto de partida- y también de llegada- de una película que viaja a través del tiempo, que se mueve entre lo real y lo fantástico, con momentos casi oníricos, visualmente poéticos que se consiguen gracias a una imponente fotografía y una sabia utilización de la luz y los planos.
El otro Tancredi, el de Lampedusa y de Visconti, afirma en El Gatopardo que "todo debe cambiar para que nada cambie" . Ese mismo espíritu está presente en esta cinta, en la decadencia de unas habitaciones tan señoriales como vacías, con sus estampas de santos escondidas; restos de una clase social que, asfixiada por los impuestos y la especulación, se resiste a desaparecer. La presión que sufre le parece razón suficiente para explotar a su vez a quienes trabajan para ellos, en una cadena de abusos sin fin.
Solo la bondad, la auténtica bondad de un corazón por completo noble, podría salvar a la Humanidad. Sin embargo la virtud no prevalece porque es despreciada por todos, confundiéndola con la idiotez o la falta de luces. Así la raza humana, imbuida de una estúpida y egocéntrica soberbia, permanece a oscuras, saboteando su propia salvación.
Si han visto La Jauría Humana, si se han emocionado con El ladrón de bicicletas, incluso si no lo han hecho pero aman el Cine y la Literatura, vayan a ver Lázaro Feliz, porque esas y otras muchas obras están en ella.
Se encontrarán con una pieza de artesanía entre las de fábrica. Degustarán algo cocinado a fuego lento. Asistirán a un milagro en la pantalla.