Mi abuelo Bernardo sobrevivió a la pandemia de gripe española de 1918.
Enfermó junto a sus dos hermanos. Les pusieron en tres habitaciones separadas y se enteró de que ellos habían fallecido cuando la gravedad de su propia enfermedad fue pasando.
No creo que saliese de aquel cuarto más fuerte, por mucho que digan que lo que no acaba contigo te fortalece; pero no me cabe duda de que salió más sabio. Las pérdidas duelen y el dolor agota, pero enseña más que cualquier otra cosa.
Tuvo dos hijas: mi madre y mi tía. Tenían todos los números para crecer como unas niñas consentidas pero mis abuelos habían aprendido que en la vida lo que realmente importa es ayudar y ser ayudado. Mi madre vivió la posguerra y el racionamiento. Mi hermana y yo jamás dejamos comida en los platos.
Pienso mucho estos días en aquellas historias que de niña escuchaba, a veces con poca gana, como si me hablasen de un mundo que no era el mío, ¿cómo imaginar en la abundancia una cartilla de racionamiento? La vida me enseñó luego que aquel mundo era este. Antes de estos días y para siempre.
Ahora todo lo que nos importa está por lo menos a dos metros de distancia.
En estos días extraños echaremos de menos todo lo que antes nos incomodaba, el quién y el qué: el jefe, la profesora, el vecino pelmazo, el frío de las mañanas, los atascos…
Celebraremos el momento de bajar la basura. Nos pelearemos por coger el teléfono y escuchar una voz al otro lado, aunque pudiese ser alguien empeñado en hacernos cambiar de compañía telefónica. Echaremos de menos hasta un pisotón.
Y cuando salgamos de este coma inducido por el covid-19, habremos aprendido a estar a solas, a ceder parte de nuestro espacio debido a una convivencia más prolongada que de costumbre. Habremos aprendido a ser pacientes y a perdonar. Eso será lo más difícil.
Siempre recordaremos donde estábamos cuando aprendimos lo que es un coronavirus porque el único dónde será nuestra casa, pero recordaremos sobretodo el quién y el qué; Quién te preguntó el primer ¿cómo lo llevas?, qué te devolvió la sonrisa.
Recordaremos el bingo entre los vecinos de balcón a balcón y los aplausos a los sanitarios y a quienes nos abastecen de alimentos y agua. Los aplausos a las ocho de la tarde.
Entenderemos el sentido de las rutinas y valoraremos más que nunca lo que es cierto.
La crisis sanitaria y económica nos va a doler. El encierro aburrirá. Sentiremos ansiedad, soledad, miedo y habrá quien no pueda contarlo. Eso será lo peor.
Vamos a aprender qué es un ERTE, aunque habríamos preferido que esa combinación de letras no tuviese significado, pero también volveremos a dar importancia a los oficios casi olvidados como el de aparador o aparadora, al que se dedican muchas mujeres en Elda, que han dejado de fabricar zapatos voluntariamente para confeccionar mascarillas, cosiéndolas con sus propias manos.
Vamos a sentirnos desconcertados ante el después porque nada va a ser igual.
Nuestro objetivo común pasará por hacer bajar una curva: la de expansión del virus y hacer subir otra: la de la economía.
Muchos niños consiguen hacerlo estos días sin escuela en un resumen perfecto: dibujando arco iris; las dos curvas que suben y bajan, el sol después de la lluvia.
Los mayores les hemos explicado, queriendo convencernos a nosotros mismos también, que los días extraños pasarán.
Todos saldremos de nuestras casas cuando la cuarentena termine igual que mi abuelo salió de su cuarto en aquel tiempo que ahora no parece tan lejano: habiendo perdido.
Y esa pérdida, nos habrá enseñado a ganar.