Ascensor con escalera preferente (2ª parte)

15 de marzo 2022
Actualizada: 18 de junio 2024

La tendencia desenfrenada para cambiar nuestro aspecto físico ha llegado a cotas inimaginables años atrás. Siempre detestamos algo de nuestro cuerpo, algo que nos acompleja porque sentimos que nos afea, y echamos mano a sustituirlo para mejorar nuestra autoestima bajo el reflejo que percibimos en los demás

La tendencia desenfrenada para cambiar nuestro aspecto físico ha llegado a cotas inimaginables años atrás. Siempre detestamos algo de nuestro cuerpo, algo que nos acompleja porque sentimos que nos afea, y echamos mano a sustituirlo para mejorar nuestra autoestima bajo el reflejo que percibimos en los demás. La cirugía estética resultaba demasiado cara, estaba casi siempre en manos de los ricos, y los chinos inventaron toda una revolución a precio "low cost": el parche facial. Este ingenio estaba aumentando los puestos de trabajo en toda Europa dada la proliferación de industrias que, reconvertidas, fabricaban estos parches faciales. Se trataba, tecnicismos aparte, de una suerte de máscara extremadamente fina que se adhería al rostro modelando, a gusto de cada cual, la imagen deseada. El precio era muy asequible, su gran éxito, y cualquiera podía colocarla con un poco de sentido común y maña. De todas formas, las mismas empresas que fabricaban el parche tenían especialistas para encajarle de manera satisfactoria en la cara del comprador. El único punto negativo que tenía esta técnica, siempre tildado por los fabricantes como una más de las miles "fake news" que circulaban por el mundo Internet, era que una vez aplicada en el rostro era imposible prescindir de ella, salvo que desearas tener la cara desfigurada.

Bien, pues a ese carro me subí para conseguir un puesto de trabajo que parecía seguro y bien pagado.

Llegué a temprana hora de la mañana, bastante antes de los que me habían citado los de LIM. La empresa llenaba un inmenso páramo en las afueras de un barrio suburbial de la ciudad. Había varias naves numeradas del uno al ocho en su parte frontal y un edificio sobrio, muy corriente, donde se suponía que se albergaba la administración y dirección de la empresa. Estuve recorriendo la zona, aterido de frío y desgranando lo que tenía qué decir en mi presentación, hasta diez minutos antes de la hora.

Me recibió una señorita amable que andaba embutida en un vestido azul ceñido que apenas le dejaba dar pasitos cortos. Ella misma me hizo unas cuantas preguntas rutinarias y me invitó a rellanar una hoja con mis datos esenciales.

— ¿Vive usted cerca? -me preguntó, guiñando los ojos como si forzase la vista.

Luego me condujo hasta un hombre vestido con un uniforme amarillo, donde destacaban las letras en rojo de la empresa encima de un bolsillo al lado izquierdo.

— Gorostiza le mostrará su pabellón de trabajo. Gracias y bienvenido.

La verdad es que todo había sido rápido y sin preguntas complicadas. Estaba claro que necesitaban personal.

Gorostiza, una especie de encargado de almacenaje, me enseñó el proceso de embalaje de los "parches faciales LIM". Todo era bastante elemental. Una máquina estruendosa te empaquetaba y sellaba las cajas de cincuenta unidades y yo tenía que irlas colocando en unos cubículos móviles que las almacenaban ordenadamente en altísimos y capaces anaqueles. En mi trabajo nunca vería las máscaras y sólo trasportaría cajas de cartón como si fueran quesos o sartenes. No era lo que se dice un trabajo creativo, pero pagaban bien y a las cinco de la tarde ("A no ser que haya un pico de trabajo", según mencionó Gorostiza en tono solemne) estaría libre.

— ¿Cuándo empiezo? -le pregunté, después de que me entregara dos bolsas con dos monos de trabajo amarillos.

— Ahora mismo, por supuesto. -contestó imperioso, molesto por lo que consideró una pregunta fuera de lugar.

El trabajo no me supuso una complicación. Bostezaba y me acordaba de la madre del inventor de la maquinita empaquetadora por su concretada celeridad sin pausa. En un par de horas, monumentales pilas de cajas se alineaban en una verticalidad absoluta y segura. En la brevedad de los segundos que me dejaba la actividad de la máquina, escudriñaba el cúmulo de cajas elevándose y corriendo espacios hacia la derecha.

A las dos de la tarde se paraba para comer. No me había traído nada, pues pensé que empezaría mi trabajo al siguiente día, por lo que fui a la cafetería de la empresa. Cuando me disponía a sentarme en una mesa con un sándwich de jamón y queso, escuché mi nombre a lo lejos. ¿Quién podía conocerme si aún no había hablado con nadie? Era Chen, el vecino de las escaleras, que agitando una mano reclamaba mi atención desde la fila de caja.

— Es normal que trabajes aquí: todo lo que circula en esta ciudad pasa porque te contrate LIM.

Me dijo sonriendo, portando una bandeja con un triángulo de tortilla y varias piezas de fruta. Vestía tan rancio como la tarde anterior, no llevaba el traje amarillo, y olía a la misma colonia barata.

Me preguntó en qué hangar me habían colocado. Se lo dije.

— Estoy en filtrado de polímeros -dijo, engullendo el primer trozo de tortilla- en el número cinco. Hice una FP de segundo grado y me valió para acceder al puesto. Se necesita ampliar la plantilla casi cada día, a la gente le gusta variar de careto.

Mientras masticaba, y hablaba a la vez, me fijé en la incipiente calvicie que se transparentaba bajo su ondulado cabello. Más arriba de su frente, su pelo se movía al compás de sus mandíbulas, como arbolitos de tronco endeble en un día de viento. Al tragar, levantaba los ojos con esa mirada que no me resultaba desconocida. Pero era absurdo pensar que conocía a Chen. Era la típica persona que me molestaba sólo con su presencia.

— ¿Piensas hacer carrera en la LIM?

Me encogí de hombros. Sin embargo, a él le daba lo mismo mi laconismo a ultranza. Parecía hambriento, absorbido por los alimentos que comía, pero la curiosidad le podía de la misma forma.

— ¿Sabes lo que sería bueno? Que conocieras a una buena chica, ya me entiendes, de esas que uno sabe que se van a quedar a tu lado pase lo que pase, y que llegaras a….., por ejemplo, oficial primera…..¡Joder, incluso a encargado! Sería una buena vida.

Su tono grandilocuente me enfermaba. Me tragué la comida a marchas forzadas prometiéndome no volver jamás a la cafetería.

— ¿Encontraste tú a esa chica? -le pregunté con suposición malintencionada antes de levantarme.

Sonrió encajando el golpe.

— Estoy en ello. Estaría bien que, siendo vecinos como somos, fuésemos una tarde o una noche a tomar unas copas. Sé sitios muy sugerentes para encontrar esas chicas. Garantizado.

Dije adiós con un gesto.

— Nos vemos en la escalera.

Pronunció a guisa de despedida, guiñándome un ojo.