Ascensor con escalera preferente (3ª parte)

22 de marzo 2022
Actualizada: 18 de junio 2024

Llevaba una semana en esa ciudad gris y fría trabajando, sin otro aliciente que dormir para regresar a la faena al día siguiente. Comenzaba a sentir esa desazón que tantas veces experimenté en los muchos trabajos desempeñados

Llevaba una semana en esa ciudad gris y fría trabajando, sin otro aliciente que dormir para regresar a la faena al día siguiente. Comenzaba a sentir esa desazón que tantas veces experimenté en los muchos trabajos desempeñados. Me iba invadiendo una sensación de entristecimiento que me procuraba la rutina de cualquier trabajo. No disfrutaba, sentía una opresión casi física que envolvía mis horas laborales y que sólo me liberaba cuando abandonaba la ocupación. Pudiera ser que la clave estuviera en que todos los trabajos hasta ese momento eran aburridos, acorde a los básicos conocimientos que podía ofrecer, y que sólo la liberación del fin de la jornada laboral me conducía a un estado de bienestar. Lo malo es que ese ocio duraba más bien poco. Pronto comenzaba a pensar que, en unas horas, volvería a la jaula y eso me devolvía a la aflicción. Mi auténtico terror, lo que verdaderamente me acoquinaba y me ponía los pelos de punta, era caer en depresión como me pasó diez años atrás. Trabajaba entonces de ayudante de encofrador en una empresa constructora. Las largas jornadas laborales, en función del atraso de la obra en cuestión, me condujeron a un estado depresivo en el que adelgacé unos quince kilos. Apenas podía conciliar el sueño y, en esa disposición, tenía que lidiar con otra y otra jornada laboral. No quería ni pensarlo.

Mi labor en LIM era de por si tediosa, repetitiva, maquinal, y todas las ideas que me bullían en la cabeza se centraban en que el reloj marcase la hora de salida para poder librarme de algo que mañana volvería a odiar. Encontré distracción en pasear la ciudad alejado del barrio donde vivía. Pateaba la Avenida del Rey, la artería principal de la ciudad, llena de tiendas y locales de moda, hasta casi las afueras. Allí solía sentarme en un bar a tomarme un par de cervezas mientras disfrutaba viendo a la parroquia entrar y salir quedándome con el eco de sus conversaciones. En esos momentos hallaba una especie de felicidad, la suficiente para acometer la vuelta a casa sin que el espejismo de un agresivo abatimiento me mermara como en antaño.

A Chen me lo encontraba todos los días en la escalera como si fuese una maldición que ya daba que pensar. El ascensor funcionaba correctamente por las mañanas, a primera hora cuando iba al trabajo, sin embargo, todas las tardes escuchabas ese lastimero "El ascensor no funciona" en el acento cerrado del portero. Me pregunté por qué no colgaba un cartelito indicando la anomalía en vez de estar diciendo a cada vecino esa salmodia cotidiana. Tal vez fuese mucho trabajo que soliviantaría la perenne lectura de una novelucha que doblaba con grosería entre sus manos sin apenas levantar los ojos. En una ocasión le dije, supongo que alterado por su patente indiferencia, que esa anomalía endémica y vespertina del ascensor me parecía manipulada. Pero él, con esa mueca de desgana y sin mirarme siquiera, se encogió de hombros alegando "que las quejas al presidente de la comunidad".

El malhumor de los vecinos se intuía en el subir y bajar de las escaleras. Los saludos eran gruñidos, si es que los había, y las maldiciones se escuchaban en sordina punzantes en las miradas airadas. En todos los vecinos menos en uno: evidentemente el amigo Chen.

— Precisamente hoy deseaba encontrarme contigo más que ningún día -le dije en el rellano del tercero, donde él vivía.

Chen se sintió halagado por ese deseo. Abrió los brazos como si fuese a estrujarme, pero sólo quedó en un aspaviento que acabó llevándome a un rincón alejado de las demás puertas.

— ¿El ascensor? - dijo en voz baja con un gesto de falsa preocupación- Aunque no tendría que serlo, soy el presidente de la comunidad y ese tema me parece de menor importancia. No somos conscientes de la trascendencia que supone utilizar la escalera para conocernos mejor los vecinos.

Le contesté sin tapujos que a los vecinos nos importaba una mierda "conocernos mejor" y que preferíamos subir y bajar en el ascensor sin tener que soportar conversaciones estúpidas en las escaleras de algunos vecinos.

Mi tono exaltado no le incomodó, es más lo consideró honroso.

— ¡Esa es la sinceridad que aprecio en un vecino! -exclamó risueño, cogiéndome confianzudo del codo.- Entiendo la molestia y se arreglará, no lo dudes, pero ¿no te parece maravilloso que, conociéndonos de tan poco tiempo, hayamos llegado a este grado de confianza? ¡Son las escaleras las que nos unen, querido vecino!

No sabía si me estaba tomando el pelo o Chen era un genuino cretino.

— ¿Por qué no nos vamos a tomar unas copas y hablamos del asunto? Como te dije el otro día, conozco sitios ideales.

Me comunicó antes de un guiño cómplice.

Pude negarme rotundamente a ir con él fuera del edificio, sin embargo, a pesar de que le puse todas las excusas posibles, me dejé arrastrar a su propia casa. Se llenó de euforia cuando tomé asiento y accedí a esa cerveza que me ofreció. Al tiempo que se perdía por la puerta de la cocina parloteando excitado, fui tomando nota del sindiós que me rodeaba.

La casa era un apartamento de parecidas dimensiones al que yo ocupaba. El desorden y la suciedad campaban a sus anchas en los rincones y fuera de ellos. En el cuarto se entremezclaba el olor dulzón a la colonia que gastaba con el del estancamiento y humedad, desbordada en el bajo de la ventana que daba al mismo patinillo que mi piso. Mi fijé en el amontonamiento de papelotes que reposaban rebosantes en un destartalado escritorio donde también se alineaban una serie de dvd´s cuyo título estaba escrito a mano en el lomo. Me acerqué, abandonando una silla incómoda, para comprobar que los dvd´s tenían una misma inscripción variando en su numeración: "Prueba de engaste nº 1", dos, tres, hasta la número nueve.

— Hey, veo que te interesas por mis grabaciones.

Dijo en voz alta, portando dos botellas de cerveza.

Fuimos hasta una mesa que limpió tirando al suelo los desperdicios de un manotazo. Me hizo un gesto de camaradería antes de dar un trago directamente del cuello de la botella. Le emulé, puesto que no había vasos.

— Creo que, a partir de hoy, nuestra amistad será algo más que vecinal. ¿Me equivoco?

No supe responderle, simplemente dibujé una sonrisita circunstancial.