Desde el puente peatonal sobre la autovía de circunvalación M-40, la gran ciudad se cierne como un espejismo borroso de donde emergen las titánicas torres KIO como dos gigantes descabezados, vacilantes e inclinados ante un lecho gríseo de polución.
Los cirrostratos tupen el cielo y dejan al sol tempranero en el abandono de una mecha mojada que humea sus destellos. Desde lo alto de la pasarela, el tráfico es muy escaso, desacostumbradamente escaso, al tiempo que más veloz de lo habitual; la inmensidad del asfalto vacío urge a los conductores a sentirse prepotentes en la celeridad y sentirse poco menos que dioses rugiendo su potestad a motor. A un extremo del puente, el viejo pinar requemado de Kavaranchel, y en el otro las casitas menesterosas del barrio de La Fortuna, irónico nombre para uno de los barrios de la zona sur de la ciudad más asolados por el desempleo y la escasez de los recursos más básicos. A estas primeras horas de la mañana del primer día del año se diría que la gran ciudad ha sido abandonada, diezmada, y su fantasmal pulso es un estado de coma en ciernes, una sospechosa tranquilidad que parece presagiar algo truculento. La pasada nochevieja es ahora una gran resaca de indigerible fundamento, una calmosa estupidez.
Dando trompicones, aparece por un extremo de la pasarela un hombre con un sombrero de fieltro negro. Intenta, una y otra vez, prender un cigarrillo que el viento húmedo trunca travieso. Se le escucha maldecir, elevar una de sus manos al cielo, para terminar teniendo un ataque de tos que precipita el pitillo al asfalto. Una arcada le hace aferrarse a la baranda con el rostro congestionado. Luego vomita sobre el puente y sobre sus zapatos de ante. Arroja una mezcolanza negruzca que agita espasmódicamente su pecho hasta que, apartado del desecho, se deja caer al suelo recostada la espalda en el pasamanos. Se limpia los labios con la manga de cuero de su cazadora y después se masajea las sienes sosegadamente, cerrando los ojos con fruición. Al poco, llora desconsoladamente, más hacia adentro que hacia afuera: con esa lágrima breve pero surgida de lo más recóndito del alma.
"Esta noche es nochevieja y mañana es añonuevo súbete bien los calzones que te estoy viendo los güevos. Ande, ande, ande, la marimorena, ande, ande......"
Aparecen un par de jóvenes cogidos por los hombros. Cantan a pleno pulmón tambaleándose de un pasamanos al otro. Entre el jolgorio, uno le da un cachete al otro y corre torpe, riendo a carcajadas, hasta que llega a la altura del hombre del sombrero.
Se detiene y cesa de reír contemplando el llanto compulsivo del hombre.
- ¿Qué pasa? -pregunta el joven recién llegado, señalando con un gesto al suelo.
- Mal rollo tiene este tío, Javi.
Tienen el habla pastosa y la verticalidad inconstante del exceso de la bebida.
Se encojen de hombros y, tras una mueca cómplice, comienzan a desternillarse diciéndose incoherencias que aumenta su hilaridad.
- ¿¡Por qué no os vais a tomar por culo!? - profiere el hombre del sombrero.
Desmañado, aferrándose a la baranda, se incorpora secándose el rostro con la palma de la mano.
Los jóvenes han dejado de reír y examinan la figura desbaratada del otro.
- ¡Largo de aquí, cojones!
Les grita el hombre, dando un zarpazo al aire.
- Oye, viejo, que nosotros no te hemos hecho nada.
- Déjale, Javi, que parece que está majara.
Dice uno, tratando de llevarse a su compañero.
- ¡¡Fuera!! - brama el hombre.
El tal Javi, desembarazándose del otro, da un paso al frente y se encara con el hombre.
- Eres un puto borracho "amargao" y te voy a correr a hostias.
Antes de que se acerque más, el hombre ha soltado su puño sobre la nariz del muchacho. Un río de sangre inunda su labio superior correteando barbilla abajo.
- ¡Se te ha ido la puta olla! -grita el otro chico al hombre, cobijando al noqueado amigo.
- ¡Déjame que mate a este hijoputa, Rafa! - chilla Javi, tratando de soltarse.
El hombre que les miraba retador, oscilante y en guardia, poco a poco ha ido perdiendo fuelle hasta que acaba acodándose sobre el pasamanos. Parece no escuchar ya los insultos de los jóvenes y se pierde en el manchón lejano donde sobresalen los cuellos de las torres decadentes. Los jóvenes se van alejando y sus insultos son cada vez más memoria de viento.
- Perdonadme, chavales, perdonadme.
Musita el hombre del sombrero de paño negro, tragando algo que pasa dificultoso por su gaznate.
Esta vez logra encender su cigarrillo a la primera. Con la primera bocanada, enturbia de humo todo el horizonte velado que contempla desde la pasarela.