Ella reaccionó sacudiéndole por los hombros. El rostro anegado de lágrimas de él se contrajo en una mueca desconcertada.
— ¡Se acabó el puto alcohol! Mezclarlo con las pastillas es algo irracional y muy peligroso. Lo sabes.
Él bajo los ojos y acabó suplicando que necesitaba un médico.
— Me he ilusionado como un imbécil con el rato que he pasado con los niños, pero ha sido escucharte a ti, verte la mirada que quería evitar, y me he venido abajo. He mandado a la mierda mi trabajo porque me molesta mi vida -le decía señalando su alrededor, caminando ansioso por el cuarto, manoteando histérico- No soporto esta cama, este cuarto, esta casa, detesto mi trabajo, odio esta rutina de mierda que me asfixia, desprecio estas sábanas, estas…… -se detuvo unos instantes para coger y expulsar una sonora bocanada de aire. Luego pareció serenarse- Acerquémonos a urgencias, por favor. Necesito que alguien me ayude.
Ella fue hasta él solicita para besarle en la comisura de los labios.
— Diré a los niños que se vuelvan a cambiar -dijo, saliendo de la habitación- Nos vamos todos a las urgencias del centro de salud. ¿O prefieres ir al hospital?
— No, estará bien en el ambulatorio.
Comenzaba a anochecer cuando cogieron el coche. Los dos niños, comiendo un bollo redondo y una chocolatina, estaban arrodillados en el asiento trasero observando lo que dejaban atrás tras la luneta. Siempre les gustaba esa posición jugueteando con lo que les sugería una farola, un perro o una persona plantada en un paso de cebra o semáforo. Ella, con el bolso sobre las piernas, soslayaba la conducción intranquila de su marido.
Llegaron al poco, apenas tres kilómetros, y dejaron el coche en el parking desolado.
— Vaya, parece que esta tarde no hay mucha concurrencia. Eso nos viene a nosotros de perlas, chicos.
Dijo ella, tratando de infundir desenfado y jovialidad a sus palabras.
La noche se presagiaba muy fría. La orfandad del centro de salud, cerrado ya a esas horas, dejaba entrever las lucecitas amarillentas de las luces led de emergencia. El viento doblaba las copas de los árboles que jalonaban el parking y removía algunos papelotes arrastrándoles hasta los imbornales de las alcantarillas. El árbol más añoso, situado en el mismo centro del aparcamiento, aparecía impertérrito, desafiante al temporal, resquebrajando con sus raíces el alcorque y el firme de su alrededor. Él se fijó, mientras caminaban los cuatro hacia la entrada de las urgencias ambulatorias, en la robustez del árbol y en las ramas de su cresta que dividían un nubarrón negro en el cielo.
Tras esperar unos minutos a que saliera de la consulta un paciente, la enfermera le hizo una seña para que pasara a continuación.
El médico estaba repasando unos papeles junto a un pc que iluminaba su cara bronceada. Su tez rutilaba frente a las radiaciones ionizantes.
Le fue contando al doctor el motivo de su visita. Trataba de explicarse con serenidad, obviando el galope de su pecho y el redolor en lo alto de su cabeza. El médico le escuchaba con un aire desganado, traveseando con su bolígrafo entre las anillas de un archivador.
Le tomó la tensión arterial y les auscultó, todo con mucha mesura como si hubiera desterrado la premura al otro lado del mundo. Luego hojeó su historial médico.
— Está usted perfectamente -le dijo el médico volviéndose a sentar- Le recomiendo que se tome usted las cosas con más calma. El tratamiento de su médico dará sus frutos, ya verá. Cuidados básicos y tranquilidad.
¿Qué quería escuchar? Las palabras del facultativo no le servían. ¿Qué le hubiera gustado oír? ¿Un ingreso inmediato en un hospital? ¿Una enfermedad neuronal terminal? ¿Una baja laboral de tiempo prolongado? Salió de la consulta peor que entró. Tan sólo en la calle se dirigió a su mujer. "Que no tengo nada. Todo está bien. ¡Joder! ¿Qué significa estar bien?" La irascibilidad le procuraba tal sudoración que se le escurrieron las llaves del coche al tratar de abrirlo. Su mujer las recogió y accionó la cerradura.
— Lo positivo es que no te afecta a nada serio. Peor sería que tu corazón se resintiera. Míralo así.
Él no escuchaba. Arrancó y metió la marcha atrás con ímpetu. El automóvil pegó un respingo haciendo rechinar los neumáticos. "¡Papá, el árbol, el arb….!", gritaron los niños, desde la luneta trasera, viendo acercarse el tronco más y más. ¡¡¡Cronch!!! El chasquido tras el impacto. El cristal se hizo añicos estallando frente a los niños. Su mujer dio un grito y se giró para ver a sus hijos. Nadie había resultado herido.
Él estaba afuera, pálido, tranquilo inverosímilmente. Escudriñaba la parte trasera del coche comprobando el destrozo del portón y la luneta trasera. Los niños estaban bien, abrazados a su madre. Asustados pero sin daños. ¡¡¡Cronch!!! El estallido de la luneta le percutía en la cabeza. Algo se había roto en su interior sin que manara sangre. No escuchaba a su mujer ni a sus hijos, no oía a nada ni a nadie, sólo a su cuerpo, a su mente, a él. ¡¡¡Cronch!!! El árbol seguía tan inconmovible como cuando aparcó. Rugoso el tronco como centenarias cicatrices. Invariable ante el viento gélido. Imbatido ante su envestida. Desde el cielo se extendía la nube negra de antes en una inmensidad infinita. Una tapa sellada y claustrofóbica. Quiso decir algo, moverse, cuando la enfermera se acercó al coche y entabló conversación con su esposa. Los niños jugueteaban alrededor del destrozo. Él no dijo nada, ni siquiera se movió. Asistía ausente a un inicio o a un final. No sabía. No se sentía allí. Una infinidad le separaba de sus seres queridos, un vértigo limitando su alrededor, un nexo que su cabeza negaba y negaba soliviantando su cuerpo. "¿Es la muerte?" Escuchó al susurrar al viento mientras las agitadas ramas simulaban reír desenfrenadas. A los lejos las lucecitas de la ciudad titilaban dando un mensaje de vida: pequeñas rutinas preparando cenas o abriendo las puertas al regreso de sus trabajos. El invierno cobijando otra noche, otro viento, otro nubarrón renegrido, otro árbol viejo e impasible. Otro hombre.
— Cariño ¿te encuentras bien? Todo ha quedado en nada. Anda ven, volvamos a casa.
Le dijo ella con tensa ternura.
Los niños les observaban risueños, felices.
Él no se movió. Asentía al tiempo que contemplaba al árbol de arriba abajo, de abajo arriba.