Nada es gratis del todo. Pasamos por las relaciones dejando parte de nosotros y, a veces tan dolidos, que la tentación de no volver a confiar en nadie baila dentro de nuestra cabeza con sus cuernos rojos pintando un cartel de peligro en cada cara nueva. Incluso en las que ya conocemos. Percibimos una señal de alerta constante, incómoda, que va contra nuestra propia naturaleza de seres sociales. Somos animales, al fin y al cabo, y un animal herido reacciona apartándose de aquello que cree que va a volver a herirle.
A medida que cumplimos años y experiencias nos hacemos más perezosos para salir de nuestra zona de confort, para ampliar nuestro círculo de amigos, incluso a veces hasta para saludar por la calle. Demasiado pasados de vueltas, tan cínicos como para convencernos de que en la vida ya nada ni nadie nos sorprenderá para bien. Dejamos de confiar en nuestro instinto. En estos días extraños, todavía de pandemia, con un enemigo invisible que nos obliga a separarnos de los demás queriendo o no, vivimos todavía más inseguros, más confusos y desconfiados hacia todo y hacia todos los que llegan del exterior. No ha muerto del todo en nosotros la tendencia natural a explorar, pero ahora la curiosidad lleva un lastre de miedo como el de quien sabe que pisa un campo minado.
Mi perro Chapito me ha recordado que esto es un error en el que los perros, esos sabios de infinita paciencia y capacidad de perdón, no incurren, por muy dolidos que estén. Son capaces de ver nobleza donde tú, el animal evolucionado, has dejado de detectarla. Y, si algo le da miedo, lo hace igual, aunque no logre sacudirse el miedo. Convive con él hasta que se vaya del todo.
A Chapito le han herido mucho. No tanto físicamente como en el corazón. Le han asustado, gritado, rechazado, abandonado; pero, sobre todo, han estado a punto de hacerle perder todo menos el miedo. Un miedo constante que, al principio, no le dejaba comer, ni beber, ni dormir y que él, poco a poco, ha empezado a sustituir por una confianza ligera, nada consistente todavía, en los demás. Es, sin embargo, o quizá por eso, un extraordinario detector de nobleza.
Por alguien que merece la pena es capaz de salir de su burbuja, aunque solo sea un momento, para pedirme que no le dé por perdido, que él va a seguir luchando por llegar a ser al menos una cuarta parte de sociable que Nora, mi otra perra, a la que todavía tengo que hacer entender que no todo el mundo tiene por qué sucumbir necesariamente a sus encantos.
Nora, llegó igual de herida que su compañero, pero ha conseguido volver a amar al humano y a disfrutarlo. Un día sin saludar a alguien le parece un día perdido.
Además, el confinamiento y esta sociedad postpandemia hecha de distancias, ha hecho mella en ella, como en tantos otros animales que conocieron el mundo anterior al COVID 19, y se ha vuelto todavía más ansiosa de contacto humano.
Estábamos los tres haciendo un alto en el camino en la playa de Area da Barca, en Covelo, a la que habíamos llegado desde el paseo de Laño. Componíamos, supongo, una estampa curiosa: Yo, sentada en un banco cerca de las escaleras que bajan al arenal. Nora, tumbada a mis pies, resignada ante lo inevitable, después de que su segundo plan de fuga de esa mañana le hubiese sido abortado y Chapito, parapetado detrás del banco, donde él creía que era menos visible.
Bajaba por el camino, en la misma dirección en la que estábamos nosotros, un hombre de unos sesenta y muchos años, con atuendo de peregrino, bronceado, en muy buena forma física y con la correspondiente mascarilla. Se paró al vernos, a una distancia prudente, y se interesó por los perros. Nora continuó tumbada y Chapito empezó a temblar de patas a orejas; pero no se movió de su refugio.
Empezamos a charlar el hombre y yo, siguiendo la brecha que había abierto él al preguntar por los animales, y me contó, después de un rato, que su peregrinaje había estado planeado para dos, él y su perra labrador, pero que ella no había podido llegar siquiera a empezarlo porque se había muerto. A pesar de todo el peso, real y figurado, que llevaba en su mochila de peregrino, al hablar de su perra, no pudo evitar emocionarse.
Entonces Nora decidió que era el momento justo, si yo se lo permitía, de ir a dar ánimos. Me miró, la solté y allá se fue derechita hacia el hombre, moviendo la cola.
Él se agachó para acariciarla y agradecerle el gesto y ella volvió a mirarme como esperando que ese detalle sirviese para perdonarle sus intentos de fuga. No me convenció en absoluto y volví a atarla.
Nora tiene debilidad por las personas que lloran, sean de la edad o género que sean. Le he visto ofrecer su pelota a un bebé, besar las manos de una chica o apoyar la cabeza en las rodillas de alguien sin importarle que sean absolutos desconocidos para ofrecerles consuelo. Y eso no se lo he enseñado yo.
El efecto sorpresa vino desde la parte de atrás del banco. Del perrito burbuja que temblaba como un flan. Salió de su ensimismamiento, para acercarse también al hombre. No pasó de la mitad del camino que había emprendido en un arrebato, sin pensar. Pero lo intentó con todas sus fuerzas. Quizá el bastón de peregrino fue un obstáculo demasiado grande y volvió para atrás. Pero el gesto ya había hecho su efecto en los cuatro.
Si Chapito superó ese miedo que le consume, fue porque estaba ante alguien que merecía la pena; la pena de salir de lo seguro, de esforzarse, de salir por un momento del cascarón que, como él, a veces construimos también nosotros, sin querer a fuerza de sufrimiento o de desengaños. Superó esa pena porque alguien lo merecía.
Mientras él volvía a su refugio del banco, espantado de su propia osadía, nuestro nuevo amigo fue capaz de valorar su esfuerzo y darse cuenta de que la intención del perro era consolarle también.
Se despidió, emocionado de nuevo, porque seguramente todo lo que hacíamos le recordaba a su labradora, a quien había puesto el castizo nombre de Antonia. como corresponde a una perra que vivía cerca de la madrileña Casa de Campo, y con la que había compartido su tiempo sobretodo en la cocina, la estancia favorita de todos los perros y que acabó siendo también la preferida por su dueño y en la que se miraban- me dijo- diciéndoselo todo sin necesidad de hablar.
Cuando le pregunté si volvería a tener otro perro contestó que seguramente lo haría pero que necesitaba su tiempo para hacer ese duelo tan silencioso que guardamos los que queremos a los perros cuando se van y que pasamos entre tristes y avergonzados porque para los demás es solamente eso: un perro y todo el mundo sabe que es de frikis con vidas vacías, llorar por un perro, esos seres extraños, que son capaces de todo, hasta de perdonar y olvidarse de su propio miedo, guiados por su instinto, obedeciendo a un impulso del corazón.
Dedicado a Nico Fole, de siete años, que sigue con interés y cariño la historia de Chapito.