Cuando jugábamos en la calle

07 de agosto 2013
Actualizada: 18 de junio 2024

  Cuando jugábamos en la calle éramos felices de un modo rutilante y descarado, comunal y balompédico, violento e ingenuo a la vez. Jugábamos mezclados niños y niñas de diversas edades a cosas como "polis y cacos" o al "quedas", de un modo entregado y frenético, veloz y dionisíaco, como si al terminarse la tarde recogiesen las calles hasta el año próximo, como si no existiese el día siguiente o ayer no hubiésemos jugado, los mismos, a lo mismo.

  Jugábamos al fútbol con una pasión que ya no existe bajo la faz de la tierra: cuando nos retábamos con los de otro barrio, la guerra era conjurada con un balón de plástico y nuestro honor estaba en juego desde que se fijaban día y hora. Cuando la pelota atravesaba la línea imaginada entre un árbol y una piedra, los del lado contrario celebraban como posesos la machada: aprendices de macho berreando una gesta atávica. Nos abrazábamos, nos tirábamos en montón al suelo, nos defendíamos en la gresca y nos ensañábamos al unísono en una trifulca cualquiera que terminaba siendo afrenta colectiva. Pertenecíamos a un grupo construido en torno a un ansia elemental de victoria, de gloria tan efímera como imprescindible; formábamos parte de un sistema identitario primitivo y arraigado en todos los países sureños que forjaba nuestra personalidad en actuaciones solidarias y épicas, como cuando anunciábamos venganza de cualquiera de los nuestros.

  Solíamos llegar a casa con rasguños y heridas varias a las que nadie en su sano juicio hacia el más mínimo caso, empezando por nosotros, aunque la ropa en jirones sí despertaba amargas quejas por parte de nuestras sufridas madres, que veían incrementadas las tareas domésticas con la pertinaz inconsciencia de sus vástagos. Porque nosotros, a lo sumo, éramos vástagos, no retoños. Nunca fuimos retoños, ni retozones, ni memeces por el estilo. Carecíamos de estilo igual que carecíamos de lujos innecesarios. Las vacaciones se hacían a la aldea, quien podía, y amontonarse en un autobús para ir a la playa era la mejor forma de celebrar un día soleado y de asueto.

   Nos insultábamos mucho, con fruición pero sin acritud, con epítetos hirientes que incidían en los defectos más visibles que padecíamos. No era crueldad, sino eficiencia: se insulta para hacer daño, no para ser creativo. Nos pegábamos mucho, con contundencia y entrega, usando los puños y los pies, nada de llaves de judo y golpes de karate. Había dos formas de pelearse: a mañas o a hostias. Los más enclenques escogíamos a hostias, ya que eso nos permitiría colocar algún golpe, que era lo único que nos daría alguna satisfacción cuando llegásemos a casa con la cara hecha un mapa.

  También nos metíamos mucho con los viandantes: con aquellos que ofrecían algún flanco para la burla, que era sólo un regocijo accesible y económico. Ciertamente resultaba cruel, para un observador neutral, contemplar como cojos, mancos y todo género de tullidos eran objeto de nuestras pullas, pero nosotros no éramos observadores neutrales sino ejecutantes implicados. No había asomo de maldad en ello: nuestra risa celebraba la vida y obviaba el dolor, sobre todo el ajeno.

  En aquel microcosmos que ocupaba el perímetro de nuestro barrio y acaso algunas calles colindantes, crecíamos en un entorno donde las reglas estaban muy claras y todo el mundo sabía a lo que atenerse. Cuando eras crío los mayores se aprovecharían de ti y cuando tú fueses mayor podrías aprovecharte de los críos. Cada uno asumía su rol de un modo tácito y absolutamente natural y todos éramos protagonistas y necesarios: el gordo, la flaca, el cachas, la lista, el torpe, la guapa, el tartaja, la de gafas...

  Así era, así fue, la vida colectiva en un barrio cualquiera entre los estertores del franquismo y los inicios de lo que sea que tenemos ahora. Fuimos felices sin proponérnoslo, porque la felicidad era un horizonte muy lejano. No había dinero, ni consumismo, ni adminículos digitales, más bien tirachinas, canicas, pelotas gorila, trompos, bicis desastradas. No se había inventado lo políticamente correcto, ni el acoso escolar y los cumpleaños se celebraban en casita. ÿramos brutos como arados y nobles como animales, y viceversa, porque no sabíamos qué se podía ser de otro modo: no era mayor el mérito.

   A veces uno tiene la tentación de pensar que multitud de carencias que se observan en la rapazada de hoy en día tendrían arreglo si los críos pudiesen jugar en las calles otra vez. Pero, desde entonces, las calles son precisamente lo único que no ha cambiado.

7.08.2013