De cuando me vistieron de militar (2ª parte)

13 de julio 2021
Actualizada: 18 de junio 2024

Por si algunos de los futuros reclutas teníamos dudas de que aquella noche de jarana podía ser una jovial antesala de su servicio a la patria, bastó poner pie en al andén de la estación de Algeciras para disipar nuestras incertidumbres. Una nutrida hilera de policías militares nos esperaban con el gesto estreñido

Por si algunos de los futuros reclutas teníamos dudas de que aquella noche de jarana podía ser una jovial antesala de su servicio a la patria, bastó poner pie en al andén de la estación de Algeciras para disipar nuestras incertidumbres. Una nutrida hilera de policías militares nos esperaban con el gesto estreñido. Escuchamos numerosos silbatos, órdenes confusas, carreras hacia ningún lado, para que de un plumazo se nos quitara la resaca del viaje y nuestras ínfulas de soldados veteranos jacarandosos. Nos hicieron formar, a base de empellones y el vozarrón marcial de un cabo primero, y nos largaron el primer discurso de nuestro nuevo estado militar. El cabo primero dictaba de memoria una serie de preceptos baladíes que tantas veces tendríamos que escuchar a lo largo y ancho de esos catorce meses en el ejército español. Ya no nos olía la ropa a humanidad constreñida, ni nos salía la risa fácil de hacia unos minutos, nos sentíamos traspasando el umbral de la orden acatada sin más y la prosopopeya del aguerrido soldado ofreciendo su tiempo por su patria. Sin duda, comenzaba la función.

Nos trasladaron en camiones al Centro de Adiestramiento Militar de Camposoto en San Fernando, Cádiz, donde deberíamos pasar un mes hasta que jurásemos bandera, o sea hasta que se nos considerara soldados plenos para trasladarnos a nuestro destino ceutí. Más de hora y media dando botes en las cajas de los camiones enfundados en un rictus funerario.

Llegados a nuestro nuevo hogar, nos afiliaron, nos vacunaron como se debía hacer con el ganado, y nos pasaron, en grupos de unos veinte, a un cuarto donde un par de legionarios trataban de convencerte de la bondad, grandeza y honor que te procuraba servir como Caballero Legionario. Tras esa captación perentoria y opresiva algunos de los reclutas cayeron en el saco legionario convencidos de toda la cháchara grandilocuente y partieron al cuartel de la Legión abandonando Camposoto ipso facto. Apenas tuve noticias de ellos tiempo después, pero de los dos o tres que obtuve conocimiento la experiencia fue terrible y traumática.

Nuestra nueva vida iba a ser tan vertiginosa como agotadora. Sonaba por la megafonía en las salas dormitorios el toque de diana a las ocho en punto y no se paraba de hacer cosas hasta las seis de la tarde, con suerte de que no tuvieras algún servicio complementario. Teníamos dos horas de gimnasia, saltando a fosos, subiendo por cuerdas, reptando sobre alambradas, haciendo marchas de una hora bajo el sol gaditano e inclemente de últimos de agosto. Yo, que nunca fui muy ducho en las habilidades corporales, aprovechaba la masa de reclutas sudorosos para confundirme y sólo realizar lo que consideraba apto para mi mermada flexibilidad muscular. Estaba más pendiente de donde posaba los ojos el instructor militar que de lo que tenía que realizar.

De todas formas, lo que más me fatigaba eran las clases teóricas. Menos mal que las hacíamos a la sombra de la escasa arboleda del cuartel, pero aún así me resultaban insufribles. Sin embargo, tuve que emplearme en memorizar la escala de mandos ya que era imprescindible a la hora de saludar a la manera castrense porque de no hacerlo de forma correcta podría acarrearme una sanción, lo cual era el leitmotiv para la formación militar; o cumplías la ordenanza como te la contaban o te arrestaban.

— Lo primero que tiene que hacer un recluta al entrar en la vida militar es meter sus cojones en una cajita limpia y esperar a licenciarse para recogerlos. ¡Eso que os quede claro!

Nos repetía un cabo primero instructor con su deje sevillano.

Después diariamente las prácticas de instrucción, maniobrando el cuerpo para desfilar, alinearse para cualquier cosa, formar para cánticos o para enaltecer a cualquier mando militar. Aburrido y muy pesado. Cuando caía en la litera, no más de las once de la noche, dormía a pierna suelta como jamás lo hice en mi vida. Exhausto y con la cabeza plana de tanta información fútil.

Comenzaba a plantearme si mis esperanzas de cambio estaban asentadas sobre arenas movedizas. La vida del cuartel era tan obsesiva (llevaba más de la mitad de mi tiempo de instrucción y de Cádiz conocía la puerta de entrada al acuartelamiento) que ofuscaba la pretensión de innovar mi vida. El trato que tenías con el resto de reclutas era escaso, se reducía al tiempo destinado a la siesta obligatoria, al del aseo diario o al escaso tras las cenas. Estabas vigilado y daba la sensación que el esparcimiento era algo relacionado con la vagancia y la falta de disciplina.

El único fin de semana que tuve libre (el posterior me tocó "cocina", en el cual me harté de fregar perolas y ollas hasta casi la una de la madrugada) salí con mis compañeros de litera. La sensación fue muy gratificante. Caminar sin marcar el paso, ir adónde te diera la gana, hablar sin sentir los ojos en la nuca, reír de buena gana sin que pareciera una insubordinación. Fuimos al Puerto de Santa María, una ciudad mágica y repleta de animación, para comer y beber sin tino. El embrujo de sentirnos sin ataduras, por mucho que nos royera la mente que el domingo por la noche tendríamos que regresar al cuartel, nos condujo a excedernos como si deseásemos recargar desenfreno antes de retornar a galeras. Con Enrique y Goyo pasé un fin de semana liberador, merced a que la turbiedad alcohólica nos ablandó los pensamientos más negativos. De mis conocidos de tren, Larry y Mario, poco supe, aparte de algunas charlas cortas en el comedor común, pues estaban alojados en módulos diferentes y sus instructores les adiestraban en lugares diferentes del acuartelamiento.

Llegó el día en que juramos bandera. "¡Os habéis convertido en soldados auténticos, garantes de la soberanía patria!", nos arengó un general barrigón un sábado de septiembre en la explanada del cuartel, acondicionada para tales eventos, y a pleno sol. Fueron mis padres y mi abuelo al acto y con ellos regresaría a Madrid los cuatro o cinco días de permiso antes de incorporarme definitivamente al destino ceutí.

Los pocos días que pasé en mi casa pasaron raudos. En un abrir y cerrar de ojos me vi de nuevo en el tren expreso-correo para pasar una noche parecida a la de hacía poco más de un mes. Esa vez mi abuelo no iría a despedirme. Al llegar a Algeciras embarcaríamos a Ceuta, en concreto yo al Regimiento Mixto de Artillería nº 30. Artillero yo, vaya broma.