De cuando me vistieron de militar (3ª parte)

20 de julio 2021
Actualizada: 18 de junio 2024

El día que llegamos a Algeciras, dispuestos para embarcar hacia Ceuta, el otoño parecía haber llegado de golpe. Era un día ventoso, con llovizna intermitente, y una bajada de temperatura digna de la estación

El día que llegamos a Algeciras, dispuestos para embarcar hacia Ceuta, el otoño parecía haber llegado de golpe. Era un día ventoso, con llovizna intermitente, y una bajada de temperatura digna de la estación. La mayoría estábamos resacosos, tras la noche pasada en el expreso correo, y el que mejor se encontraba había dormido un par de horas. Nuestros uniformes militares, arrugados y en muchos casos salpicados de lamparones irrebatibles, hicieron torcer el gesto a los sargentos que se encargarían de nuestro traslado.

Nos llevaron en camiones a un cuartel militar de transeúntes en espera de un ferry que fuera capaz de cruzar el estrecho de Gibraltar. Las condiciones del mar no aconsejaban el viaje, según notificaron desde la Compañía Transmediterránea, la empresa que tenía contrato con el Ejército para el traslado de tropas, por lo que esperábamos hacinados en ese acuartelamiento. Después de comer, tras un lio formidable que iba desde dimes y diretes hasta un batiburrillo de órdenes a medio mascar, se acordó fletar un ferry solamente para nuestro traslado; viajes civiles cancelados hasta que se despejara la borrasca.

Aquella primera travesía del Estrecho la recordaríamos toda la vida. El tinglado comenzó bien: un barco enorme para nosotros solos y policía militar en mínima representación. El cine, el bar y las salas de recreo estaban cerradas, sin embargo había suficientes máquinas expendedoras de refrescos y cerveza. Apenas se veían personas que se ocuparan del ferry, aunque se suponía que alguien lo guiaría. Eran como las siete de la tarde, lloviendo y con el mar encabritado. Lo mismo que no se divisaba la costa de Ceuta, la de Algeciras se esfumó a los pocos minutos de salir del puerto. Yo nunca había viajado en barco por lo que me acomodé en una butaca de una gran sala de paredes azuladas y esperé con mi saco petate entre las piernas. Embarqué al lado de Larry y Mario pero, después de la estampida de entrada al barco, los perdí de vista. Calculé que éramos unos trescientos reclutas descerebrados y, todavía, tras la noche licenciosa pasada en el tren, con las suficientes ganas de armar bulla. Y así fue. Empecé a ver bajar a reclutas empapados, con claros signos de indisposición o vomitando en cualquier rincón. Las escaleras que descendían de cubierta se atestaron de humedad, quejas y devueltos. Como no me podía perder lo que ocurría arriba, me eché al hombro el petate y subí a la cubierta esquivando bilis y brazos que pedían mi cuello para aferrarse. Por megafonía se insistía que no se subiera a la cubierta y que se permaneciera en las salas de viajeros. Cuando abrí la puerta acorazada contemplé una auténtica tormenta en el mar, muy similar a las que había visto en el cine o en documentales de aventuras extremas, o eso me pareció en aquellos instantes. Las crestas de las olas se rizaban a muchos metros sobre el barco para romperse a lo largo y ancho de la cubierta del barco. El rugido del viento se mezclaba con la bravura de las olas. Nos rodeaba una brumosidad que aparentaba llevar la embarcación en andas hacia una costa rocosa donde estrellarnos o hacia un remolino que nos engullera hasta lo abisal. Esperaba ver a Ligeia varada sobre un trozo casco de un buque con su canto embrujador o al mismo Poseidón hincando su tridente en la garganta de la tormenta. Ni siquiera asomaban la cabeza los delfines, tan presentes en la travesía, en un mar hosco que no dejaba de escupir su cólera. Recuerdo que tenía un color verdoso con pespuntes de espuma y destelladas que parecían quebrar las aguas saladas en ansiosas fauces hambrientas. Me sedujo el paisaje tanto que no me importó empaparme y desoír los consejos que se dictaban por megafonía. Sólo el golpetazo en el brazo de una porra de un policía militar me hizo retornar al presente y hacerle caso para reunirme con los demás.

Abajo, en la sala de viajeros, el panorama era digno de la imagen de un desastre. Muchos con el rostro amarillento sofocando la vomitera cómo buenamente podían, otros con el dorso desnudo secando la camisa militar y el gorro de cualquier manera. Las butacas descolocadas, manchadas, y el suelo relucía de agua salada u otras sustancias menos fluidas. Asemejaba una escena tras el paso de un huracán o un naufragio.

Con la ropa empapada llegamos sobre las ocho de la tarde a Ceuta. Todo lo inclemente de nuestro itinerario marítimo, se aclaró al entrar en el puerto ceutí. Todavía no había oscurecido del todo pero tras los nubarrones fragmentados se notaban ya las salpicaduras de la noche.

Poco a poco, convocados por la voz marcial de un teniente, nos fueron separando en camiones según el destino final de cada cual. Vi que Goyo y Enrique, a los que hallé entre los damnificados de la odisea del ferry tratando de enjuagar las manchas de la camisa en los lavabos, los trasladaron a la Comandancia Militar, uno de los mejores destinos. De Larry y Mario supe cuando me los encontré en el camión con la misma dirección que yo: el RAMIX 30, que era cómo se conocía al regimiento en la abreviatura castrense.

En el cuartel nos fueron ubicando por baterías (las edificaciones donde dormiríamos y viviríamos a partir de ese momento) y, entrados en ellas, íbamos a sufrir otra de las sorpresas de nuestra estrenada vida: los veteranos o "abuelos". Hicieron una escandalosa parodia de histerismo y frenesí al vernos entrar. Todos querían lanzarse sobre los "chinches o chinchorros" (reclutas) con el propósito de comernos, no sin antes despedazarnos poco a poco y martirizarnos debidamente. Nos dejaron ir a cenar tras ese recibimiento histriónico, pero luego comenzó lo peor. Yo me lo tomé con filosofía dejando que me raparan el bigote y desfilando a las dos de la mañana con un proyectil de adorno al hombro durante un tiempo que me pareció inacabable. Sin embargo, hubo compañeros que los pasaron realmente mal hasta el límite de sufrir ataques de pánico desbordados por los nervios.

En honor a la verdad todo aquello no era más que una broma, en algunos casos demasiado pesada pues ya se sabe que la estupidez humana tiene grados, que habríamos de hacer nosotros mismos cuando llegaran reemplazos posteriores siendo ya "padres" o "padracos", o "abuelos". Una inocentada, casi siempre inofensiva, que servía para paliar el aburrimiento de la vida cuartelaría. Recalco que nada agresiva, excepto en individuos que trataban de aliviar su frustración maltratando sin humor a sus semejantes. Pero de esos también hubo, hay y habrá en la vida civil. Estaba ya en Ceuta, yo, el "chinchorro" Carrasco.