De cuando me vistieron de militar (5ª parte)

03 de agosto 2021
Actualizada: 18 de junio 2024

Esas primeras semanas en el RAMIX 30 discurrían de forma vertiginosa. Entrenamientos de tiro con el Cetme, lanzamientos de granadas (unos pequeños envases de plástico a los que tenías que sacar una especie de tapón y lanzarlos lo más lejos posible), acarreo de pesados proyectiles junto a unos cañones vetustos y desfasados, gimnasia matinal, y las aburridas clases teóricas

Esas primeras semanas en el RAMIX 30 discurrían de forma vertiginosa. Entrenamientos de tiro con el Cetme, lanzamientos de granadas (unos pequeños envases de plástico a los que tenías que sacar una especie de tapón y lanzarlos lo más lejos posible), acarreo de pesados proyectiles junto a unos cañones vetustos y desfasados, gimnasia matinal, y las aburridas clases teóricas. Ni siquiera me daba tiempo a valorar ese cambio de vida que esperaba respecto a Madrid. Todo era correr o amodorrarse con la teoría militar.

En esos días también asistí al derrumbamiento psíquico de algunos compañeros. Los adiestramientos de tiro y lanzamiento de granadas iban a ir acompañados de alguna que otra crisis nerviosa entre los nuevos soldados. Martín y Lugones, unas personas bastante apocadas y silenciosas al extremo, estallaron en llantos y súplicas cuando les tocó su turno con pólvora. El sargento Millán, más humano y condescendiente, trató de paliar la brutalidad del capitán García de forma baladí. Este capitán, tras escuchar los ruegos entre lágrimas de los dos soldados, les separó del pelotón y les hizo lanzar granadas y disparar durante más de una hora. Hubo momentos, o por lo menos así lo sentí yo, que la vida de los demás se puso en peligro debido al estrés de Martín y Logones en el manejo trémulo de los proyectiles.

— ¡Vais a aprender a ser hombres por la madre que os parió!

Les azuzaba el capitán García a su lado mientras lanzaban granadas de forma expuesta o tiroteaban sin ver la diana.

Martín, tiempo después, logró adaptarse a esta vida agreste y jerarquizada, sin embrago Logones, a pesar de obtener un puesto envidiable como era el de cartería, acabó con sus huesos en el penal militar de Ceuta carcomido por un estado neurótico implacable que le hizo tratar de desertar.

Como yo, la inmensa mayoría, tratábamos de aclimatarnos a las normas absurdas de la vida militar destacando lo menos posible…… y en un silencio apabullante. Aún así, evidentemente sin desearlo, tuve un enfrentamiento con el capitán García que pudo costarme un disgusto más serio de lo que acabó.

La génesis del asunto fue mi inscripción obligatoria al curso de cabo que impartía, en aquella ocasión, el tal capitán García. Hacían falta cabos en el cuartel e hicieron una lista aleatoria entre todos los recién llegados por estaturas y conocimientos culturales básicos. Me lo comunicó Ochoa, mi compañero de litera en la batería, un toledano que trabajaba de camarero en su ciudad. "¡Joder, lo he visto en el tablón de anuncios!", me dijo todo alterado. Él siempre andaba olisqueando por ahí y charlando con cualquiera que pudiera darle un chascarrillo para contar. Pero era cierto, mi nombre, junto a otros siete de la batería, estaba inscrito en el curso. Por entonces ni me molestó ni me agradó, pero lo único que me fastidiaba era que su instructor fuera García. "Tío, pero las guardias son mejores para los cabos", me decía Ochoa todo feliz, aunque él no estuviese en la lista.

La continuación fue la verdadera noticia agradable del día después: mi destino en el Almacén de vestuarios del cuartel. Antón Fernández, que ya estaba destinado en la furrielería aunque no sería cabo hasta más adelante, se acordó de mí y de nuestra conversación en la marcha nocturna. "Me dijiste que sabes escribir a máquina", me dijo esa mañana en la puerta de su oficina. "Pues hay un puesto en el Almacén que lo reclaman para ya mismo". No lo dudé y le contesté que iba volando. "Dile que vas de parte de mi jefe, el cabo furriel Rocha", me gritó al tiempo que yo corría ante las puertas de las caballerizas.

En el Almacén de vestuarios iba a encontrar mi lugar en el cuartel, mi nido para escribir y leer y, desde luego, las mejores personas en ese año que me quedaba por pasar en el norte de África. Me recibió el sargento Blanco, un tipo miope, agitado y muy corto de entendederas. "Muy bien, Carrasco, su primer cometido es redactar de forma limpia y ordenada estos inventarios y balances de los últimos cinco años.", me dijo escudriñándome por encima de sus gafas y enarcando las cejas de forma bufa, como habría de verle tantas veces a partir de ese día. El teniente Ríos, un sevillano al que adoraba pasar su tiempo laboral en el bar de oficiales, era el mando a cargo del almacén.

"¡Madre mía, vaya pastilla que te ha metido el Blanco!", me dijo riendo Miguel Bonín, el soldado que ejercía de encargado del almacén por ser el más veterano. Bonín, un mallorquín tan refinado y sensato como excelente persona, llevaba una barba pelirroja, muy recortada según la estética castrense, y una voz dulce y cadenciosa. Junto a él, Carlos Tuñón, el segundo de a bordo por veteranía, un burgalés que padecía crisis de asma que competía en magnanimidad con el otro aunque este fuera algo más enérgico y locuaz.

En días venideros irían incorporándose al Almacén gente de mi reemplazo: Manolo el gallego, Casto el impresor asturiano y Antonio el zapatero de Elche. Buenos tipos con los que habría de compartir todo el tiempo del resto de nuestro servicio militar.

El choque con el capitán García vendría precisamente por mi entrada en el Almacén de vestuarios. Asistí tan sólo a una clase teórica para el curso de cabo alegando que mis labores en mi nuevo destino en el almacén me lo impedían. Y aunque esto era cierto en parte, lo verídico era que mis galones de cabo me impedirían mantener mi destino. Bonín y Carlos, avezados en las triquiñuelas de la soldadesca, me lo advirtieron. "Sólo de soldado raso se puede tener este destino; a los cabos los necesitan afuera", me dijo el mallorquín con esa entonación reposada con que engalanaba de sapiencia sus palabras.

Arrugó el gesto el capitán cuando le entregué el papel firmado por el teniente Ríos, mi jefe de destino, pero terminó aceptándolo no sin antes ordenarme que tendría que copiar los apuntes (calificaba de ‘apuntes’ a esas encadenaciones de memas obviedades) de los otros aspirantes para llegar al examen en condiciones. El conflicto estalló tras el infame examen que hice de forma intencionada. La prueba era de nivel parvulario ya que era más acuciante la necesidad de cabos que de auténticos conocimientos. O sea que mi prueba apestaba a meditada intencionalidad. Tiempo después, los nuevos cabos de mi promoción, me advirtieron que mi nombre sonó a condena en la boca de García, cosa que imaginaba. Y así fue en las veces que se pasó por el Almacén para reclamar algún utensilio militar o cuando coincidió en servicio de guardia del RAMIX 30. En resumen: decidí no salir a las calles de Ceuta aquellos días en los que él estaba de oficial de guardia.