Lo novedoso de mi vida militar iba dejando paso a una normalidad que ralentizaba mis días en Ceuta. El vuelco que supuso a mi vida la incorporación a filas, al que asigne el cartel de posible cambio de una existencia monótona, iba asentándose en otra rutina, diferente, pero indefectiblemente abocada a la costumbre.
Supuso una alteración a ese costumbrismo el permiso caído del cielo que conseguí para fin de año. Se sortearon unas pocas plazas, unas para Nochebuena y otras para Nochevieja, para disfrutar de cinco días de licencia y tuve la fortuna que una de ellas me correspondió a mí.
En el puerto de Ceuta me encontré con Larry que, aunque compartíamos cuartel, no teníamos mucho trato. Nuestro mutuo destino para Madrid nos unió en un viaje que tendría más de vodevil que de auténtico periplo para reencontrarnos con los nuestros.
Hicimos una travesía del estrecho de lo más apacible (como iban a ser los otros dos viajes que me quedaban, muy lejos de aquel complicado primer trayecto), viendo saltar juguetones a los delfines y disfrutando una mañana soleada y de temperatura agradable en cubierta. Al contrario que el de marras, el viaje se me hizo muy corto y, mediada la mañana, llegamos a Algeciras con un montón de horas por delante, pues el insufrible tren correo también tenía su salida a las 21 horas como en Madrid.
Tomamos unas cuantas cervezas y nos fuimos a comer más bien pronto en una casa de comidas cercana a la estación del tren, ya que nuestras bolsas de viaje las dejamos en la consigna de la terminal. Las viandas que nos ofrecían como "plato del día" en aquel infame restaurante (aunque nuestras carteras no daban para otras exquisiteces) no eran nada apetecibles, sin embargo comimos a gusto y sin remilgos adaptándonos a la flojera de nuestros bolsillos. Después, la sobremesa fue alargándose en unas terrazas cercanas para terminar en unos antros de mala muerte en un barrio de calles angostas y población mayoritariamente gitana y marroquí llamado, creo, El Saladillo. No puedo recordar ni con quien hablamos, reímos o cantamos, el caso es que en un momento extraño de lucidez me di cuenta de que faltaba media hora para que saliera nuestro tren. No tenía ni idea si estábamos cerca o lejos de la estación ni de cómo llegar hasta ella. Entre la algarabía le chillé a Larry de nuestra situación quitándole una caja de cartón que aporreaba como si en ello le fuera la vida. Le sacudí varias veces y en eso sentí un mareo que acabó con mis huesos en un suelo sucio alrededor de innumerables pies.
Cuando desperté estaba en la parte trasera de un coche, junto a Larry, que me sonreía sin mirarme, atravesando callejas a toda pastilla.
— Andeis con Dios, quillos, y que os traiga grandesa y alivio el año nuevo.
Nos dijo un hombre agitanado desde la ventanilla de un Renault 5 lleno de abolladuras.
— ¿Quién es? -le dije hipando a Larry.
— Joder, ¿me lo preguntas a mí? Ni puta idea.
Me contestó, mientras íbamos haciendo eses hacia la entrada de la estación.
Después de pasar por consigna para recoger nuestras escasas pertenencias, llegamos al andén cuando el expreso-correo tocaba el pito de salida. Fuimos recorriendo el pasillo hasta dar con el compartimiento donde estaban nuestros asientos asignados en el billete militar. Para nuestra sorpresa, el tren no estaba tan atestado como suponíamos y recordábamos en los dos viajes anteriores.
Un árabe que parecía dormir, hecho un ovillo dentro de su chilaba y con la cabeza reposada en su bolsa de rafia, una monja vieja que desgranaba un rosario y una señora de unos cuarenta años, sin hábito pero con todas las trazas de pertenecer a una congregación afín a la monja y que nos sonrío abiertamente al entrar, eran el resto de ocupantes de nuestro compartimiento. Apenas dejé mi equipaje en la rejilla de la parte alta, me fui al lavabo para refrescarme la borrachera. Necesitaba agua para aliviar una pesadez que me dejaba los párpados a media asta.
Cuando regresé, Larry entablaba una animada conversación con la "javeriana". "Me cuenta su compañero que son ustedes militares en Ceuta. Me alegro porque hasta Madrid con sor Juana, que está sorda como una tapia, y aquí -dijo, señalando al moro- la noche se puede hacer interminable". Carmen, que nos dijo que se llamaba, tenía una conversación amena y educada (deduje que se dedicaba a la docencia religiosa, aunque ella nunca dio pistas sobre su vida privada), y se notaba que le gustaba charlar con personas jóvenes. Larry, cabeceando y haciendo aspavientos cada vez más reiterativos, no paraba de contarle cosas graciosas de su vida en Madrid como camarero de un pub de la calle Huertas o de su habilidad para esquivar las novatadas de los veteranos en la "mili". Yo participaba poco en la conversación: espabilado algo de la melopea, gracias a la ducha de cabeza en los aseos del tren, y con pasaporte directo a un sueño reparador.
"¿Quieres algo para beber, Carmen?", le preguntó Larry con una familiaridad adquirida. Ella negó, señalando una botella de agua con limón que sacó de una nevera portátil. Larry casi me obligó a seguirle, tirándome del brazo con vehemencia. Sin hablar, con urgencia, me llevó hasta donde estaba el tipo que vendía bebidas de arriba para abajo en los pasillos del tren. Pudimos juntar, con suerte, un dinero común para comprar un par de birras. "En Atocha pillamos un taxi y que lo paguen en nuestras casas.", dijo Larry, viendo los centimillos lloriquear en nuestras carteras.
— Esa tipa quiere guerra, tío. Lo sé porque entiendo el lenguaje "solapao" de la noche.
Me quedé de piedra al oírle. Traté de disuadirle diciéndole que era una jodida monja o algo parecido y que se iba a liar parda si él se pasaba. Larry sobaba con ansiedad el bote de cerveza en otro lugar que no era el tren expreso-correo Algeciras-Madrid.
Antes de volver a entrar en el compartimiento, le insistí. "Anda, pasa, cortarrollos", me contestó cediéndome el paso.
Larry siguió con su verborrea, más animada si cabe, más cercana a su propósito. Carmen sonreía y participaba en la conversación con ingenuidad y cortesía, tratando de que me implicara como si deseara quitar intimidad a la charla con Larry. Fue al paso de un túnel, pasada la medianoche, cuando Larry trató de alargar su mano por debajo de la falda. Carmen dio un chillido que espabiló al moro con un brinco protector y a sor Juana sacándola de su modorra de rosario.
Larry se escabulló por el pasillo en todo un alarde de rapidez meteórica. Y yo traté de no encontrarme con los ojos de ninguno de ellos acurrucándome en el esquinazo pétreo de mi asiento. El resto de la noche discurrió con los sonidos propios del dormitar.
Ni siquiera Larry vino por el compartimiento para recoger su equipaje: me hizo señas desde el pasillo para que se lo sacase. Antes me despedí de Carmen con una cara de circunstancias que ella atajó diciendo: "No pasa nada. Feliz año".
En la parada de taxis de la estación de Atocha, en la mañana anterior al último día del año 1978, me despedí de Larry hasta dentro de cuatro días. "Si te apuntas, mi viejo nos acerca a Algeciras en su buga. Así nos ahorramos la jodienda del tren.". Le contesté que sí, que ya quedaríamos por teléfono.