Iba a ser decepcionante mi visita al mundo civil. Aunque ya mi vida antes rodaba por caminos indeseados y consentidos, esas fechas navideñas de fin de año volvieron a engañarme esperando lo que no había.
Con mi familia todo fue bien. Mi sobrinito Luis, con ya cuatro meses, era una esponjosa bola de carne sonrosada que encandilaba a todos. Yo le miraba deseándole una existencia confortable, mientras sus manitas se aferraban a mi dedo índice con un ahínco que no dejaba de sorprenderme. Mi madre, mi padre y mi hermana se alegraron de verme y celebrar juntos el fin de año. Yo no les dije nada con anticipación, así que la sorpresa fue mayúscula cuando me vieron aparecer ese 30 de diciembre. "Vaya mala cara que tienes, chico", me dijo mi madre sin poderse reprimir. No le conté nada sobre la nochecita toledana que había pasado.
Lo desalentador vino al día siguiente, en la madrugada del primer día del año 1979. Tenía ganas de una diversión entre colegas, amigos, gente que me apreciara y que se alegrara de que hubiera podido dejar por unos días mi servicio militar. No me fue difícil apuntarme a una fiesta de fin de año que organizaba una amiga. "Estaremos casi todos. Será un desparrame. Te esperamos.", me dijo Virginia toda ilusionada. Tomé las uvas con mis familiares, algo descolocados con los llantos de Lusillo que pedía mamar cada dos por tres. "Brindemos por un año en el que volverás a casa", dijo con torpe solemnidad mi padre elevando su copa de sidra "El gaitero".
Tomé el último bus para llegar a Argüelles sobre la una de la madrugada. En las calles el típico ambiente festivo: petardos, gorros, matasuegras y jolgorio en grupos de jóvenes que iban y venían pugnando por ser el más vocinglero. En la casa de mi amiga reconocí a algunos antiguos compañeros de colegio y otros allegados que reconocí de varias noches de juerga o tertulias nocturnas. Sonaba música que me gustaba y todos parecían convencidos de pasarlo bien. Había espumillones colgando de las lámparas y confeti alfombrando el suelo. En menos de diez minutos todo eran parejas haciéndose arrumacos o buscando un lugar solitario de la casa. Yo me acerqué al chaval que pinchaba la música, el hermano pequeño de mi amiga. "¿Te gusta Bowie?", le pregunté pues sonaba "The Jean Genie" a todo meter. Él asintió ruborizándose; no tendría más de catorce años. Le conté algo sobre Bowie e, irremediablemente, le solté una parrafada sobre los Genesis. Los menos bailaban sin escuchar la música. Aguanté hasta las dos o media más o menos, luego me largué sin despedirme de nadie.
En la calle Princesa se oía un jaleo amortiguado, lejano, y en las aceras todo el despilfarro de la fiesta. Hacía frío, pero no el suficiente para dejar de caminar sin rumbo. Casi ni pensé en el guateque de año nuevo que acababa de abandonar. Me embargaba una oleada de tristeza que no me permitía volver la cabeza atrás, era como si mis pies fueran mi voluntad. La madrugada tenía un cielo raso, rutilante, con una luna menguante famélica como un bumerán clavado en la cabeza del edificio España. Prendí un cigarrillo y en su bocanada recuperé los rostros de Miguel, Carlos, Manolo, el zapatero, el impresor, mis nuevos compañeros en Ceuta. Los echaba de menos. Era una amistad forzada, circunstancial, pero más auténtica que los restos del naufragio que encontré en Madrid. Tal vez, me dije mientras subía la cuesta de la entonces Avenida de José Antonio, entre ellos me sentía como un escritor, como un hombre que deseaba reinventarse para salir del atolladero soso de mi vida. Desprenderse del pasado y comenzar de nuevo. Entre los asistentes a esa fiesta en casa de Virginia no era un escritor primerizo, era un rostro conocido para engrosar la lista de invitados, nada más. Aquella madrugada iba a romper para siempre con el lastre que me contenía en un puño asfixiándome. O eso creí.
Cuando llegué al Paseo de la Castellana tuve la ingenua idea de coger un taxi hasta la casa de mis padres. No había ni coches ni taxis ni autobuses, el silencio del conticinio era más duradero que de costumbre. Proseguí hasta Atocha, bajé por Santa María de la Cabeza hasta cruzar el río y llegar hasta la Plaza Elíptica. Ya no merecía la pena buscar transporte. Llegué a casa cuando todos dormían. Antes de acostarme recordé que, al levantarme, tenía que llamar a Larry para acordar la vuelta al cuartel.
El día 2 del nuevo año quedamos temprano para viajar en el coche del padre de Larry hasta Algeciras. El viaje iba a ser muy diferente al de ida: bastantes silencios sin ganas de rellenarlos y alcohol cero. El padre de mi compañero era un tipo imponente en altura y en anchura. Tenía una voz firme y contundente que parecía sentenciar dijera lo que dijera. Tenía unas patillas abundantes y un bigote espeso y caído por debajo de los labios. Íbamos los tres (a la madre no le fue posible ir) y se notaba a la legua que padre e hijo no se llevaban lo que se dice bien. El padre ninguneaba todo lo que decía Larry, incluso le contradecía sin miramientos, y me quedé con la sensación de que yo le había causado una buena sensación. En el puerto de Algeciras me estrechó con fuerza la mano como despedida mientras a Larry le echó una ojeada y le hizo una seña difusa con una de sus manos.
— Serías un buen hijo para mi viejo, tío. Lo sé fijo.
Me comentó mi compañero desde la cubierta del ferry observando cómo el coche de su padre se dirigía a la carretera nacional.
A la hora de retreta estábamos los dos listos, cada cual en su batería, para contestar al paso de lista del suboficial de semana. Cuando me metí entre las burdas sábanas de mi litera recobré una sensación que me agradaba.
— ¿Qué tal el permiso, Carrasco? -me dijo Ochoa desde arriba llamando la atención del imaginaria que le mandó silencio en un ademán suplicatorio.
— Estaba deseando volver -le contesté con aplomo.
— Mira que eres "enrevesado", tío.
Murmuró al tiempo que hacía resonar los muelles del somier para encubrir su frase.