Aunque no crea en esoterismos, hechicerías o magias blancas o negras, el número tres siempre ha estado presente en mi vida para bien. El trío, envuelto siempre en el aura de la casualidad, me ha sorprendido con su gracia otorgándome una ventura que, fuera de ese guarismo, me resultaba más enconada. Y así fue como una terna, aunque después se nutriría con más elementos, envolvió las tardes en el Almacén de vestuarios en una especie de grupo literario.
Tras el licenciamiento de Miguel y Carlos hacia el mes del febrero, el Almacén perdió parte de su encanto. Mis dos queridos amigos y sufridores del servicio militar marcharon a Mallorca y a Burgos a reencontrarse con sus vidas civiles. Los despedimos con los ojos acuosos y la grandeza en el pecho por haber congeniado con dos tipos de gran calado humano.
Desde ese mismo momento asumí la responsabilidad del Almacén, según me comunicó el sargento Blanco por orden expresa del teniente Ríos. Aunque me ponía nervioso ese compromiso, tanto Miguel como Carlos me habían aleccionado lo suficiente para desempeñar ese cargo. "Serás tú mi sucesor, eso está claro", me dijo Miguel al poco de entrar en el Almacén, "… Blanco se pone de los nervios si no encuentra alguien capaz de llevar este tinglado." Manolo "el gallego" me echaría todas las manos que hicieran falta, "pero responsabilidades, cero pelotero", decía el gallego frunciendo ese ceño terco como sólo él sabía hacerlo. Evidentemente, Antonio tenía su puesto en la zapatería para oficiales y suboficiales, y el asturiano Casto daba cuenta de la impresión de todos los papeles oficiales del cuartel y aunque compartían la planta primera del edificio del Almacén poco podían ayudarme.
En poco más de quince días lo acostumbrado del Almacén fue viento en popa. Además apenas tenía servicios fuera de los menesteres del Almacén (alguna guardia los fines de semana) con lo que me fui acomodando a la rutina como si de mi propio negocio se tratase.
Como a las seis de la tarde se cerraba el Almacén, yo seguía escribiendo versos en el habitáculo de la Imprenta en la planta primera. Me encerraba allí, con mi provisión de tabaco y coñac, y escribía hasta las nueve o las diez, dependiendo si iba a cenar al comedor del cuartel o me traía allí mismo algún bocadillo. Con los poemas surgió el nombre de un poeta ficticio, Elías Sender, y un motivo para escribir una novela. Tenía en la cabeza novelar la vida de un poeta en medio de la vorágine del siglo XX. Un poeta que luchaba por ser reconocido luchando entre la incomprensión por la lírica de la sociedad de ese tiempo y su pobreza material extrema en un trabajo que odiaba; sospechosamente similar a mi vida civil. Me encandilaba la idea y comencé a alternar los poemas con la prosa de mi proyecto. Tenía tiempo y ganas pero me sobraba soledad.
Enfrascado el esos cometidos, me encontré, un día de los que me tomaba libre y salía a las calles de Ceuta para oxigenarme, con Mario, aquel madrileño que, junto con Larry, compartí aquel primer dantesco viaje a tierras africanas. Lo cierto es que el tal Mario no era lo que se dice de mi agrado (aprovechado donde los hubiera y parlanchín impenitente), pero ese día me proporcionó otra amistad que llenaría el resto de mis días vestido de militar. Se trataba de Paco Feria, un dibujante de comics granadino, que nos topamos en un bareto junto al mercado de abastos. Era un tugurio, sucio y maloliente pero con precios muy económicos pensados para la tropa en sus ratos de asueto. Mario me lo presentó, pues era de su batería, junto a otro soldado de nombre Fernando Ansarda que se dedicaba a la poesía en su Valencia natal. Pronto congeniamos los tres dejando de lado la charla anodina y plomiza de Mario. Aprovechando una ida al wáter de este, pues no quería que él entrara en los planes, les invité a que fueran al Almacén después de las seis. "Me encantaría que me acompañaseis en las tardes y charlásemos". Ellos aceptaron encantados comentándome que me llevarían sus trabajos para que los viera.
De esta forma nació una tertulia que habría de llenar todas mis tardes dentro y fuera del cuartel. Paco me demostró ser un dibujante extraordinario e innovador y Fernando un poeta de sensibilidad extrema que plasmaba sus amores frustrados en poemas largos de corte surrealista. Juntos escribíamos poco, la verdad, sin embargo charlábamos y reíamos como si fuéramos artistas a los que el mundo esperaba para que los salvase del tedio. También bebíamos sin tino: yo mis cola-coñacs, Paco sus ginebras secas y Fernando sus whiskys on the rocks, y más de una vez nos vieron a los tres salir dando tumbos del Almacén poco antes de la hora de retreta. Cuando salíamos del cuartel, sobre todo sábados, domingos o festivos, solíamos ir a la "Ballena azul", un antro con música de nuestro agrado que había junto a la playa de "El Chorrillo". Cuantas veces terminamos entonando canciones de los Stones o de los Beatles a grito pelado subidos sobre nuestra mesa de bar y hartos de alcohol barato, soslayando la entrada por si irrumpía la Policía Militar. Pero lo verdaderamente agradable era alejarnos de aquel lugar, metida ya la noche, despejándonos con la brisa marina. Caminábamos por la playa, envalentonados por el alcohol, contándonos proyectos literarios de gran envergadura, o ensalzando a Poe, Bukowski o Kafka elevando la voz por encima del trajín de las olas. Nos entristecía separarnos al llegar al cuartel, cada uno pertenecía a una batería diferente, pero nos emplazábamos conjurándonos a que acabado el servicio militar nos veríamos los tres para correr la mayor juerga cerrando todos los bares habidos y por haber.
Después, con el paso de los meses, se fueron uniendo al grupo artístico otros soldados interesados de alguna manera en la cultura. Me vienen a la mente los nombres de Luis Miguel Ávila, Rodolfo Cerezo, Manuel Ripoll o César Martínez que aportaron tanto sus trabajos como sus enriquecedoras opiniones. Al final tuve que restringir la entrada a más simpatizantes a esas tardes en la Imprenta del Almacén ya que podía levantar ampollas en el estricto código militar y cerrarnos el chiringuito, por decirlo de alguna manera.
Lástima que cuando acabamos el servicio militar, a pesar de todas nuestras promesas, no volvimos a vernos nunca. Hablamos por teléfono una temporada para, luego, dejarnos engullir por nuestras vidas particulares a lo largo y ancho del país y engrosar los archivos del olvido. Siempre me arrepentiré.