He pensado en ello con el encendido de las primeras luces de Navidad. En no pocas familias la perspectiva de las futuras reuniones familiares con motivo de las fiestas da verdadero vértigo, quizás fatiguita, que dicen por Andalucía. La campaña de descrédito y anulación del adversario -convertido en enemigo- liderada por las derechas traerá, como nos contaron que trajo el torpe procès en Cataluña, ásperas cenas de Nochebuena. No tiene sentido.
La crispación, que el PP usa siempre porque le funcionó una vez, debe cesar. No pueden volver a producirse escenas como las que hemos vivido, como ver a la hija menor de una flamante senadora gritando consignas groseras ante una sede de un partido político cubierta de insultos y papeles con pistolas dibujadas. Ocurrió en Pontevedra.
Del mismo modo que el padre que brama sandeces contrarias a los derechos humanos a la hora de la cena no puede preguntarse iluso cómo es posible que su hijo lidere un caso de acoso escolar, la correa de transmisión que lleva desde el insulto de Ayuso a Sánchez en el Congreso y pasa por quienes antaño creíamos cabales y con límites repitiendo un 'me gusta la fruta' (que todos sabemos, no es más que la justificación del insulto), puede llegar finalmente hasta las amenazas y el cumplimiento de éstas por parte de quienes no son capaces de metabolizar el visceral argumentario político que les es inoculado cada día.
El insulto, la descalificación y la deshumanización del adversario político no debería tener cabida jamás en política y merecería ser penalizado por votantes racionales, responsables y críticos. No tenía cabida cuando Alfonso Guerra, hoy nostálgico de los chistes sobre minorías, hacía chascarrillos chuscos sobre Rajoy, ni lo tiene hoy cuando Feijoo vitupera a Sánchez haga lo que éste haga, aunque esto sea criticar un genocidio. El nombramiento de Tellado como portavoz del PP en el Congreso, cuando se tiene a mano a alguien de la talla de Pedro Puy, no permite ser muy optimistas.