Al abrir la puerta siento cómo el escenario de mi pasado se comprime en poco más de cien metros cuadrados. Ya no acompaña el atrezzo, sólo bolas de polvo que corren galopantes cuando cierro la puerta de entrada. Las paredes desnudas, sucias y con manchas que son carne de recuerdos, me observan festejando una presencia que las devuelva del silencio rutinario. Toco el relieve de un clavo y trazo en mi mente el lienzo que pintó mi padre y que ahora se aburrirá en un almacén con otros tantos objetos atesorados por el egoísmo y la megalomanía de medio pelo. Me sonrió sin rencor comprobando que es el momento de prender un cigarrillo.
En esta casa del barrio de Carabanchel, en Madrid, vivimos mis padres, mi hermana y yo desde el verano de 1970. Nuestra segunda y postrera casa familiar. En una se contuvo la niñez y en esta se condensó la juventud. Diecinueve años de nacimientos, amores, desesperaciones, riñas, besos y muertes, pues yo la dejaría en 1989. Todo eso dentro del cofre que abrían estas llaves que hago tintinear para que el silencio del adiós tenga un sonido personal. El llavero con el signo zodiacal de Capricornio, esculpido en el latón, que compré en el Rastro madrileño en el año…… ¿75?….¿76?.... ¿77?….. No recuerdo y, sin embargo, sí sé que albergaron las llaves de esta casa desde el primer día hasta mañana que irán a manos de los nuevos propietarios. Esas llaves que, por desidia o casualidad, siempre prendieron del mismo llavero aunque ya no viviera en esta casa. Una casa vacía, seca, inmóvil, que volverá a lucir nuevas vidas, más que probablemente con sus paredes de otro tono y sus tabiques en otra ubicación.
La mancha en el suelo de Sintasol, en la esquina del salón, a la luz natural de la terraza, me trae a las mientes el rostro desmejorado, enflaquecido, de mi madre conectado a los tubarros del oxigeno. Sentada en el sillón, demolida a sus cincuenta y nueve años, nos miraba en una despedida interminable. Ni los ecos de sus risas, de sus ternuras, de su ignorancia tan bien intencionada, la sacaban del tormento de morir a plazos.
También mi padre, hace ahora un par de años, estuvo enganchado a una máquina más moderna de oxigeno pero en ese mismo sillón de la casa hasta que una mañana de enero decidió que no deseaba vivir más y se dejó morir, literalmente.
Mi madre joven, con tantos años por vivir; mi padre viejo, tan cansado de vivir, y separados por veinticuatro largos años en los que siempre les faltó el uno para el otro. La vida ingrata y tan aborreciblemente real.
Si camino hacia mi cuarto, (todavía con el corcho decorativo en la pared en bastante buen estado que colocó mi padre para evitar los estragos setenteros de la música de mi tocadiscos) también escucho los grititos de mis sobrinos aporreando la puerta para entrar en esa habitación que yo tenía consagrada a la lectura, la música o la escritura, y que ellos encontraban fascinante por el mero hecho de no poder entrar. Sus cumpleaños, sus regalos de reyes, los partidos de chapas que dejaba ganar a mi sobrino, los lloriqueos de mi sobrina cuando perdía a "El Palé"……. Chorros de vida en mi postizo papel de padre.
Ahí está también el dormitorio de mis padres con la indeleble marca del cabecero de su cama marcado en la pared y un retorcido cable, colgando inútil, que confeccionó mi padre viudo para que llegara la corriente eléctrica a su inseparable radio y pudiera darle paz en las larguísimas noches de esos veinticuatro años solitarios. Observo los chafarrinones con detención amueblando la memoria: las zapatillas de ella y él, las mesillas, el armario, los cuadros, la lámpara horrible y su sombra rapaz, la coqueta con los cepillos de mango plateado de mi madre….
El cuarto de mi hermana, los aseos, la salita de estar, la cocina, todas las habitaciones y rincones plagados de rememoranzas enteladas ahora con el vaho del polvo y los ecos del pasado resucitando en mi imaginación.
"Jazmines en el pelo y rosas en la cara, airosa caminaba la flor de la canela….", escucho, en el viejo tocadiscos monoaural del salón, las notas de María Dolores Pradera que tanto le gustaba escuchar a mi madre los domingos por la mañana; o eso de "Cómpreme usted mis violetas que son las primeras, van a traerle la suerte, su suerte es mi flor.", en la voz de Luis Mariano que tanto encandilaba a mi padre. Canciones que giran en vinilos para deleite de fantasmas amables soplando en los oídos un playback que me hace escudriñar a mis padres felices, ajenos al tiempo, libres de las trampas de la vida, tomando sus vermús con sifón y su platillo con aceitunas verdes un domingo cualquiera de verano atravesada la habitación por el aura dorada de un rayo de sol, donde solía acurrucarse modosa nuestra perra "Chula".
Aunque me haga el remolón, sé que ya debo dejar la casa, y esta vez para siempre. Desde la entrada miraré por última vez el proscenio de mi juventud, su raíz, huella y nicho, y creeré oler las fragancias de antaño entornando los ojos. Echaré las cuatro vueltas de llave y empujaré la puerta levemente para asegurarme, como nos decían nuestros padres. Después el ascensor, poco a poco, me irá resbalando hacia la sustantividad, no sin antes comprobar que en el buzón del portal no hay correspondencia ni nombres propios.