Iba Felipe, el amiguito de Mafalda, caminando por la viñeta hacia el colegio y echando mano constantemente a la cartera:
"¡Zas, me he dejado el cuaderno!";" ¡Ay no, qué susto, lo tengo!; "¡Adiós, el compás! ¡No llevo el compás justo hoy que tengo Trigonometría! ¡Uff, sí que está…menos mal! ".
Al poco, agotado de sí mismo, se apoyaba en una columna y se hacía una dolorosa pregunta: ¿Por qué me ha tocado ser como soy?
Yo soy del gremio de Felipe, de los que van pensando en unas cosas y dejándose otras por el camino.
Esta semana les tocó a unos guantes grises desaparecer misteriosamente de mi bolso. Misteriosamente, a mi parecer, porque yo habría jurado que los llevaba cuando salí de una de las tiendas en que hice mis compras. Volví sobre mis pasos, para preguntar allí si los habían visto, pero el dueño del establecimiento me dijo que no.
Me fui a casa pensando en volver al día siguiente a otra tienda, pues solo había estado en dos y, como si no es vaca es buey, allí estarían con toda seguridad.
Así que ahí me tienen el jueves volviendo sobre mis pasos del miércoles, con un poco de pereza, pero muy contenta sabiendo que tendría mi recompensa y recuperaría el objeto perdido.
Cuando le pregunté a la dependienta, que no era la misma que la del día anterior, si los había visto, un poco por preguntar porque no me cabía la más mínima duda de que así era, empezó una búsqueda: Bajó, subió, llamó a su compañera por teléfono y dijo que no. Que allí no había nada mío.
Salí de la tienda con la misma cara de desconcierto que Felipe buscando el compás, y como el flujo de mi pensamiento se detiene poco en un solo tema, me fijé de repente en una alfombra en el escaparate de Almacenes Clarita. Tenía justo el color y tamaño adecuados para sustituir la de mi dormitorio, que ha conocido mejores tiempos. Así que olvidé por un momento la búsqueda de mis guantes pensando, en retomarla cuando no hubiese interferencias.
Cuando la dueña de la tienda y yo empezábamos a hablar sobre la alfombra, mis ojos se posaron por un momento en el mostrador de entrada y allí, colocados con todo cuidado, en pareja y sin una sola mancha en su cuero brillante estaban, por increíble que parezca, mis guantes grises. Habían ido a parar a una tienda en la que yo no había entrado nunca.
Me contaron que los había entregado el día anterior, Diego, un hombre muy conocido en la zona de la Herrería porque se le ve siempre allí, en la misma plaza, con todas sus cosas metidas en bolsas y suele pasar el tiempo paseando o amparándose del frío y la lluvia en los soportales.
Diego forma parte ya, grande, alto, con su barba y su pacífico paso, del paisaje humano pontevedrés. No tiene hogar, pero sí todo el tiempo que a nosotros nos falta y ganas de emplearlo en ayudar a los demás. Su amabilidad resulta palpable en el detalle de haber entregado un par de guantes en Almacenes Clarita para que la cabeza loca de su dueña los puediese recuperar.
Salí del establecimiento con unas ganas tremendas de hablar con Diego porque, además, la dueña del mismo, vecina atenta, no hizo más que confirmar la bondad de este hombre de la que son testigos día tras día.
Así que allí me fui con los guantes puestos, y una sonrisa de oreja a oreja, sosteniendo mi alfombra nueva, envuelta en plástico para preservarla de la lluvia que amenazaba con caer, y vi a Diego paseando, arriba y abajo, en un característico gesto suyo con las manos enlazadas detrás de la espalda.
Me acerqué a él y le conté que era la afortunada propietaria de los guantes que él había preservado de acabar pisoteados por alguien menos observador, o incluso abrigando otras manos menos honradas que las suyas. Le dije que estaba muy agradecida y que me permitiera darle una pequeña ayuda, porque el agradecimiento es bonito pero por sí solo, poco práctico.
Me dijo que de ninguna manera quería nada. Que lo había hecho porque era lo correcto. Como puedo ser muy persuasiva, acabó permitiéndome tener un detalle con él, que no fue más que un intento de corresponder al suyo.
En realidad, gestos como el que tuvo no encuentran casi nunca una justa correspondencia.
Cuando ya me iba le pregunté:
- ¿Se llama usted, Diego, ¿verdad? -
-Sí señora, Juan Diego, - puntualizó.
Nos dimos la mano; la mía, pequeña, forrada en cuero y la de él, grande, recia, fuerte y morena de intemperie.
Me fui con la sensación de haber hecho un amigo y sintiendo en la cara ese calor de quien se da cuenta, un poco avergonzada, de la grandísima suerte que tiene de vivir del lado fácil de la vida, aunque a veces también duela.