La imagen (Parte 2ª)

13 de febrero 2024
Actualizada: 18 de junio

¿Podría compartir algo de estos libros con mis compañeros de trabajo? ¿Y algo de mi música? ¿Y algo de mis películas? No, por supuesto que no. Mi casa está llena de libros, cd´s de música y dvd´s con películas que han emocionado mi soledad en tantos años. Pero nada de ello tiene que ver con las relaciones laborales que he mantenido hasta ahora

¿Podría compartir algo de estos libros con mis compañeros de trabajo? ¿Y algo de mi música? ¿Y algo de mis películas? No, por supuesto que no. Mi casa está llena de libros, cd´s de música y dvd´s con películas que han emocionado mi soledad en tantos años. Pero nada de ello tiene que ver con las relaciones laborales que he mantenido hasta ahora. El círculo de las conversaciones se rellena con tres temas esenciales: fútbol, sexo o pequeñas anécdotas intranscendentes de la vida cotidiana. Nadie tiene una vida tan ajetreada e interesante como para lucirla en una tertulia amena y la repetición de sucesos y chascarrillos suelen ser insoportablemente tediosas para mí. Tal vez porque mi vida tampoco sea maravillosa me invento un pasado y hago un discurso equívoco de mi presente. En cualquier caso, me gusta mi vida privada y huraña tan diferente a esos compañeros.

Lo primero que debía plantearme para acercarme al modus vivendi de Dionisio, Adrián y Pepe era cambiarme de casa y de barrio. No es que fuese a abandonar esta casa, sino que tenía que alquilar otra para ese día de la celebración.

Comencé a buscar en un barrio del sur, un piso pequeño y con una mensualidad módica que se ajustase a mi economía. Tengo ahorrado algo de dinero (aparte de libros, películas y música, gasto poco porque apenas salgo de casa) y no tengo otro remedio que emplearlo en este cometido que mantendrá a salvo la imagen que quiero dar a mis compañeros, el perfil que deseo mostrar.

Sólo tenía cuatro días para preparar mi disfraz proletario con lo que tuve que pagar más de lo que presupuesté por ese piso. Los propietarios sospechaban negándose a alquilarme un piso por un día, así que tuve que claudicar y pagar un mes íntegro además de abonar otro mes de fianza que no me devolverían porque "a saber que tejesymanejes que se va a traer usted con mi piso.", alegaban desconfiados y no faltos de razón.

El piso estaba hecho una porquería. Sucio, con las paredes oscurecidas por la falta ancestral de pintura, con mal olor y un zócalo de humedad que aguachinaba el suelo de terrazo. Era un bajo con vistas a un patinillo lóbrego en donde se escuchaba toda la retahíla soez de un vecindario infame. Pero era lo que deseaba en el fondo: ondear mi humildad rayando un poco en la miseria.

Otra de mis "necesidades" era el tema de mi esposa. Mis relaciones estables se cifraban en sólo una que tuve hacía diez o doce años con una muchacha, flaca y anodina, dependienta de una papelería frente al taller mecánico en el que trabajé un par de años. Salimos tres o cuatro veces y acordamos vivir juntos en mi piso. Era evidente que ella iba a chocar entre lo que abigarraba mi casa, sin embargo, creí oportuno arriesgarme, sobre todo debido a que necesitaba una mano femenina para que pusiese algo de orden en ese desorden que caracterizaba mi hogar. Apenas pudo soportarlo dos años, al final no le compensaba follar y escuchar mis disertaciones sobre Kafka, McCarthy, Bach, Genesis o Billy Wilder con el lio tremendo que suponía convivir con tanto trasto cultural de por medio.

— Además, -me confesó en la puerta de la calle maleta en ristre- me he dado cuenta que no eres el chico simpático y detallista que trabajaba en un taller; eres aburrido y más falso que un billete del Monopoly.

Como yo había contado que estaba casado y con una mujer de gran belleza y educación, tenía que cubrir ese problema. Estaba Triz, una hembra dominicana que cuidaba y limpiaba mi casa y que, además, se acostaba conmigo un día de esas semanas en las que libraba. Creo que la pagaba por todo bastante generosamente y, por eso, la relación se mantenía ya por más de seis años. Cada uno andaba a lo suyo y no nos pedíamos explicaciones de nada. Triz era divorciada y vivía con una hija en un piso de protección oficial. Le conté mi plan una vez que acabamos de darnos placer en la cama.

— ¿Tú andas loco o qué?

Me dijo, sacando los brazos de entre las sábanas y elevándolos al techo del cuarto con la prosopopeya que la caracterizaba.

— Te harías pasar por mi esposa ese día nada más. Hablarías lo mínimo y te pagaría bien. Sólo tienes que aparentar unas horas.

Triz me miró desde la profundidad de sus ojos negros.

— ¿Cuánto de bien me pagarías?

Le dije la cantidad.

Me abrazó por el cuello estrujándome contra sus generosos pechos.

— El viernes. -dijo entusiasmada- Me pongo guapa de más y os cocino un sancocho para chuparse los dedos. ¿Ok, amol?

— Sería conveniente que te pusieras…… explosiva….. insinuante. Falda cortita y escote marcando canalillo.

— ¡Como un putón!

Dijo ella explotando en una de sus risas exageradas.

Triz rondaba los cincuenta años. Tenía un rostro agradable y risueño. Estaba algo entrada en carnes pero conservaba unas curvas muy marcadas. Tenía unas tetas enormes y un culo respingón que estallaba cualquier prenda que se ponía. Era simple y llana con lo que uno podía entenderse con ella con facilidad mostrando billetes desde 50 € para arriba. La contraté por una empresa de trabajo temporal, pero pronto se hizo autónoma gracias a los extras que le prodigaba nuestra relación.

Solucionado el tema de la esposa, me quedaba llenar la casa alquilada con algunos enseres que demostraran que allí vivía alguien. Me fui a una tienda de segunda mano donde me pertreché de lo más esencial para parecerla viva y, al tiempo, humilde.

Cuando quedaba un día para la visita de mis compañeros consulté mi saldo en el banco y comprobé lo que, de momento, me estaba costando la bromita del cumpleaños. Me asusté por un instante. Maldije la hora en que Pepe se enteró de la fecha de mi onomástica. Pero no era el momento de mirar hacia atrás, todo era producto de algo que yo solito había creado y que, para mantener el tipo, imperaba serenarse y seguir con lo previsto.

Y así era hasta que ese jueves a mediodía llamó al timbre de la puerta mi hermano Colás.