La pesca

12 de enero 2022
Actualizada: 18 de junio 2024

Les veo faenar cada día desde mi atalaya de cristal, desde esta vida privilegiada, con el significado de privilegio entre signos de interrogación. Anclan los barcos en zonas separadas, dónde tiran las nasas y las recogen luego, en una imagen que, a mis ojos, privilegiados entre interrogaciones, resulta bellísima

"A mi padre, por ser doce de Enero y por haberme enseñado a mirar alrededor"

 

Les veo faenar cada día desde mi atalaya de cristal, desde esta vida privilegiada, con el significado de privilegio entre signos de interrogación.

Anclan los barcos en zonas separadas, dónde tiran las nasas y las recogen luego, en una imagen que, a mis ojos, privilegiados entre interrogaciones, resulta bellísima.

Sin embargo, no tengo tanta fuerza en las manos como ellos, ni tengo ,desde luego, tanta paciencia ni tanta constancia.

Pero no es eso lo que les envidio. Envidio su certeza. La seguridad con que salen cada día sabiendo que el mar va a estar ahí. Aunque no sea el mismo, aunque cambie su color y su fuerza, el mar es una presencia constante.

Pasan frío y sudan envueltos en sus trajes de aguas, mientras yo les observo bebiendo mi cacao caliente.

Solo salgo al mar cuando quiero, y èl me regala su parte bonita: me acaricia al bañarme o me ayuda a deslizar mi canoa.

No sufro su mal humor de olas bravas y frías cuando tiene un mal día ,aunque sè que hay peores compañeros de trabajo. No dependo de la luna o de las mareas para hacer una tarea que en mi caso no es faena, sino afición.

Tengo sobre la mesa los titulares de un mundo que cada vez entiendo menos, de una tierra que cada vez, me parece menos firme. En el mar todo sigue teniendo un orden, mientras aquí, en la orilla, todo es caos.

Para mí son las dudas después de la lectura de la mañana y la pantalla de mi ordenador con una hoja en blanco que parece más insondable que el fondo en el que ellos remueven las redes, que se me antoja menos productiva. Es también más proclive a caer en el olvido o aún peor, en la pantalla de un hater que la triture y reviente su esencia para transformarla en una pelota de papel virtual, en un arma arrojadiza.

El mío es un frío diferente al que sienten ellos. Pero sigo escribiendo como quién se envenenase por placer, porque la escritura es también navegar, aunque sin saber si vas a llegar a puerto.

Es verdad que los pescadores corren más riesgo de morir en un accidente o una tormenta que yo, parapetada tras el cristal, desayunando cómodamente con mi taza caliente entre las manos pero, incluso en ese hipotètico trance, sabrán de dónde viene el peligro.

Así que mientras les observo, casi con la nariz pegada al cristal, con la curiosidad de la niña o el niño que nadie que escribe ha dejado de ser, envidio desde otras olas, seis ya, si no me fallan las cuentas, la certeza de ese mar en que se encuentran, la seguridad de esas manos, que anclan su barco y tienden las redes.

Son, en este tiempo extraño, las cosas pequeñas, las que antes hacía mecánicamente: las labores de casa, el Cola Cao caliente, el periódico que llega a casa, la furgoneta de la panadería o del pescadero las que me transmite sensación de normalidad.

Aquello que antes no tenía peso en mi vida, hoy me ancla, porque es lo que siempre está. Igual que la escritura y los afectos, que llenan otros vacíos.

A mí, desde la orilla de esta tierra, ya no tan firme, se me han ido las certezas.

Me quedan todas las dudas, mi instinto de supervivencia y mi optimismo, que me traen la esperanza de que mañana sea mejor.

Y también el mar que tanto quiero y la presencia reconfortante de los pescadores, el ir y venir constante de sus barcos, al otro lado de la ventana