La tarde noche del 8 de abril de 2022

26 de abril 2022
Actualizada: 18 de junio 2024

Hay días en los que la vida se reivindica y se nos olvida, momentáneamente, que existen las guerras, los virus aniquiladores o la galopante inflación que limitan nuestras existencias a una lucha titánica en inferioridad de condiciones. Arrinconamos ese sentimiento de fragilidad y transitoriedad para dejarnos llevar por el hedonismo que, en unas horas o en un rato breve, nos pinta nuestro alrededor de color de rosa

(Para Ana, Luisa y Sole)

 

Hay días en los que la vida se reivindica y se nos olvida, momentáneamente, que existen las guerras, los virus aniquiladores o la galopante inflación que limitan nuestras existencias a una lucha titánica en inferioridad de condiciones. Arrinconamos ese sentimiento de fragilidad y transitoriedad para dejarnos llevar por el hedonismo que, en unas horas o en un rato breve, nos pinta nuestro alrededor de color de rosa.

De esa forma se sintió Kabalcanty, mi alter ego más afín, el día 8 de abril de este año en la presentación del libro de Sole Hidalgo "Infiernos vírgenes".

La exquisita autora contactó conmigo para que, ese día, hiciera y leyera una reseña de su libro. Acepté y le encomendé a Kabalcanty que leyera la obra, que la poeta me envío vía email, e hiciera una glosa. Es nuestro pacto tácito y él no se puede negar.

Hasta ahí todo correcto, todo según el cauce habitual. Ni que decir tiene que mi otro yo se puso loco de contento porque su existencia, aparte de fotografías y firmas, se autentifica con eventos de este calibre. "De momento no sé qué ponerme. ¡Tienes tan limitado tu fondo de armario!", me dijo, tratando de fijar su vaga silueta en el espejo del armario. Yo le hago poco caso, sin embargo al final tengo que transigir a las mil y una de sus excentricidades (la parte que me toca del pacto). Cosas de poetas y sus entresijos.

Ana, mi pareja, la mujer que tan bien conoce y sufre a Kabalcanty y a mí, quiso acompañarnos. "Por supuesto que iré -dijo convencida- pero, uf, la de cervezas que voy a tener que aguantar. Sabes que no llego a entender que un alter ego tenga necesitad de tanta birra". Lo sabía y, sin embargo, debo aceptarlo y mediar para que la sangre no llegue al río (el pacto de marras).

Llegamos a buena hora, media hora antes de que comenzara la presentación, y nutridos de un par de jarras de cerveza. Ni siquiera Ana tomó su imprescindible Fanta de naranja, ya que "A estas tempranas horas de la tarde no sé cómo os cabe tanto líquido gaseoso", aludió sacudiendo negativamente la cabeza. En la puerta de la biblioteca donde se celebraba el evento, Kabalcanty me plegó debidamente, como sólo él sabe hacerlo, y me alojó bajo su inevitable sombrero; esa es precisamente la razón por la que nunca jamás se despoja de su gorro y no sólo por su dandismo incorregible y su reluciente calva.

Nos esperaban en el salón de actos, sonrientes y bellas, Sole, la autora, y su amiga Luisa. Escuché con precisión sus dulces acentos canarios y el derroche de amabilidad de ambas. Kabalcanty pronto se puso en órbita y se enteró de su cometido, salpicando sonrisas y desperezando los dos folios que escribió con la reseña. También llegó aquel que pondría más color a la fiesta: Ors RicSan, un cantautor cubano, de esos que escasean y hacen tanta falta.

El acto fue discurriendo elegante, festivo y sin altibajos. El escaso público, cifra endémica en todos los actos poéticos, estuvo entregado, cortés y efervescente con los vídeos poéticos de Sole y con los acordes del cantante cubano. Todo se cerró de la forma más emotiva y cordial. Es lo que más me agrada, por oculto que ande, (al contrario que a Kabalcanty): la exigua audiencia; no tienes nada que aparentar, ni nada que ocultar en demasía, ni siquiera a ninguna pose que sufrir, así que enseñar el culo no tiene la menor trascendencia. Por ende, una magnífica presentación para un impagable libro. Todo marchaba.

Después comenzó la noche. Mi alter ego paseó con las tres mujeres pateando la Plaza Mayor de Madrid camino del restaurante. ¡Estaba cuál pavo real! Yo no estaba incómodo, ni muchos menos, y es que la manera con que Kabalcanty me dobla y acomoda bajo su sombrero es tan apropiada y confortable que viviría ahí si no fuera porque uno necesita, de vez en cuando, estirar las piernas y ventearse.

La noche lucía ya para mi alter ego de manera diferente. Nada se debía a la iluminación con que se engalanaba Madrid, ni que la fiesta del viernes noche anduviera de calle en calle y de portal en portal, tampoco a su apolillada y vigente costumbre de no frecuentar la noche. No era eso, no. El motivo era que esa inaprensible magia que convierte lo casual en eterno se estaba fraguando a fuego lento. En la conversación de las tres mujeres, congraciadas desde el primer minuto de conocerse, Kabalcanty se introducía saltando y haciendo cabriolas, sintiéndose menos viejo y cansado, menos pequeño, más vivo. Dentro del restaurante el buen rollo fue a más. Más hermosas, cadenciosas y sinceras, ellas condujeron a mi otro yo hasta los albores de una amistad estrenada, anciana en su fondo y primorosa en su forma, catapultaron la cualidad al grado de la sublimación discurriendo siempre por el sendero de lo ameno y cotidiano. Yo oía embelesado, orgulloso de que, aunque oculto, formaba parte de ese trocito de felicidad que todos merecemos alguna vez. Dicha fugaz, breve, transitoria, como lo son todas las felicidades, pero compacta, real e imborrable al fin y al cabo.

Terminamos, entrada la noche, en un garito del barrio de Las Letras. Siguió el ambiente distendido y franco como si los cuatro se conociesen de tiempo atrás. Se habló de poesía, novela, cine, de los hijos, de las piedras con las que tropezamos y nos levantamos enarbolando la voluntad de sobrevivir, de la vida, de la experiencia… Kabalcanty se ausentaba pequeños momentos en los que abandonaba el lugar para fumarse sus pitillos y degustar en soledad lo propicia que era la noche. Él se hubiera enamorado de cualquiera de ellas esa noche porque el arrebato y su condición pasional circulan por su sangre: mitad plasma, mitad cerveza. Él, que no existiría si yo me apeara de su sombrero (ambos lo sabemos), disfrutaba igual que un niño en su armazón de poeta coqueto y maldito. "Como un Álvaro sospechando en cada esquina a Leonor", a veces le digo guasón. "Y tú puta", me suele responder mosqueado.

Se despidieron mediada la calle Huertas, todos sabedores que el final de cualquier cosa buena posee un sabor agridulce. Nacía el recuerdo entre los besos en las mejillas de la despedida y los buenos deseos para el futuro de los cuatro. Escuché, porque conozco al dedillo los compases de los latidos de su corazón, cómo mi otro yo perdía fuelle y su osamenta se tambaleaba en esa noche cálida madrileña. "Adiós, hasta siempre, amigas Luisa y Sole.", dije bajito para no soliviantar las alas del sombrero.

En el taxi que tomamos para volver a casa, Kabalcanty me desdobló, con el esmero que sólo él puede dedicarme, colocándome en el asiento trasero entre los dos. Vi al taxista escudriñar sorprendido por el espejo retrovisor. "¡Anda la leche! Pero si yo juraría que sólo han subido dos personas. Paro un momento y se pone uno de ustedes en el asiento delantero para estar más cómodos", dijo el taxista, arrimándose a la acera. "No, por favor -añadió mi alter ego- si este está pero como si no estuviera." Ana rio, tomándome la mano con complicidad, porque ella, sólo ella, puede visionarnos al tiempo, contemplarnos simultáneamente en la misma medida que nos soporta. Luego, él echó la cabeza sobre el asiento y, al rato, me pareció hasta dormido. "Sueño con esta tarde-noche, soplapollas", musitó. Pues no dormía del todo.