Los viajes se viven tres veces: cuando los preparas, mientras viajas y cuando los recuerdas. La frase no es mía, pero la siento como propia.
Esta semana, tras una propuesta de viaje que, finalmente, no he podido realizar, volví en el recuerdo al Nueva York de hace diez años, cuando la visité por primera vez, casi a un tiempo que Chicago.
Habían fallecido poco antes mi padre y mi hermana, y fue un viaje tanto interior como hacia fuera.
Descubrí muchas cosas, me emocioné de verdad, me probé a mí misma, conocí personas estupendas y, sobretodo, volví a reír.
Un viaje siempre es, además del espacio que visitas, las experiencias que vives y la gente que viaja contigo. Me he reencontrado estos días con algunos de aquellos pontevedreses que fueron neoyorquinos y chicagüenses conmigo, durante aquellos intensos días, y me siguen trayendo sonrisas y una charla que me deja buen cuerpo. Porque nos entendimos entonces.
Si viajan con alguien y esa convivencia tan intensa es buena, no lo saquen nunca de su vida porque las amistades viajeras son de las más leales que se encontrarán en la vida.
Si hablamos del espacio, Nueva York, no consiguió enamorarme. Sigue pareciéndome una ciudad poco amable, dura. Un monumento al consumismo y al asfalto. Una presunción exagerada de la mano del hombre sobre la naturaleza que se hace patente allí, quizá más que en cualquier otro lugar (si exceptuamos Abu- Dabi o Catar, dónde no me apetece ir)
Nueva York me parece también un espejismo de vida nueva para muchos hispanos que la idealizan, atrapados por el señuelo de una vida mejor. Cuando llegan, la ciudad los mantiene a duras penas o los destruye. Trabajan como mulas de carga.
Muy pocos, en proporción, materializan sus sueños allí. Sólo aquellos a los que les espera un buen puesto de trabajo o quienes gozan de una alta capacidad adquisitiva.
Para los demás, la pelea es continua, sin tregua.
No dejo, aun así, de reconocer su valor como gran urbe. Los parques, las librerías, los museos, las avenidas y una amalgama de gentes de todas partes del mundo. Mi lugar favorito es Bryant Park, más pequeño que Central Park y contiguo a la Biblioteca Pública. Sentarse allí en primavera u otoño, tomando un helado o un refresco mientras lees un libro, me parece un planazo.
Puedo decir también que soy probablemente una de las pocas turistas que ha conseguido una carrera gratis en un "yellow cab" desde la quinta avenida hasta la librería Strand. Mi único mérito fue provocarle un ataque de nervios al taxista, seguramente de Harlem, que prefirió no cobrarme y perderme de vista lo antes posible.
Por supuesto todo sucedió por causas ajenas a mi voluntad, aunque creo que tras la experiencia de haberme llevado como pasajera aquella jornada, habrá decidido jubilarse.
Después de sufrir intensamente durante un rato, me despidió con cajas destempladas, que son mucho peores con acento neoyorquino: "Read my Lips, open the door, go in the street and have a niiiiiiiiice day" (Léame los labios: abra la puerta, salga a la calle y que tenga un buen día)
Todo porque mi tarjeta y su datáfono no se entendieron y yo no llevaba cash. Cosas que pasan.
Le habría regalado algún libro de Strand porque no soy rencorosa.
Forma parte de esos momentos, bochornosos cuando ocurren, pero que con el tiempo se convierten en un recuerdo tan divertido que te hacen reír sola.
Así como la gran manzana, atractiva, pero con muchos gusanos que tragar, no me robó el corazón, Chicago resultó ser, como para Sinatra, "my kind of town" un trocito de Europa en América, con tulipanes, una elegante y original arquitectura, calles limpias y gente amable. Vale que el viento zumba y el tren traquetea día y noche, pero son éstos inconvenientes subsanables si los compensas con un paseo tranquilo por Milennium Park.
Las caras de la Crown Fountain, entre escultura y videoinstalación, creada además por un español, Jaume Plensa, captan tu atención de tal manera que consiguen que olvides lo que te inquieta. Adentrándote un poquito más en la zona del Loop, completas tu cura para el ánimo sonriendo entre los niños a ese reflejo imposible y mágico que aparece al contemplarte en una gota de agua gigante bajo la Cloud grate.
Además, no lo olviden, Chicago es el punto de partida de la ruta 66, que algún día espero hacer y poder contarles.
Las reservas de viajes vuelven al ritmo prepandemia. Se abre la veda. Cacen viajes. Vívanlos las tres veces.
Si pueden, cuenten para ello con las agencias locales del sector, perjudicadísimas por las cancelaciones.
Y, si me permiten un consejo, coleccionen anécdotas en el trayecto, del tipo de mi taxista y su datáfono. Les harán pasar mejores ratos que cualquier souvenir.
Yo me quedo, de momento, con la morriña. Me conformo con la tercera vida de un viaje, la del recuerdo imborrable en la memoria de la primera vez que se vive una ciudad y la ilusión de otros destinos que me esperan, deseo, a la vuelta de la esquina.