Estaba a punto de deslizarme en el despacho cuando una voz surgió a mi izquierda.
— ¿Das la espalda a la voz de tu amo?
Era Roberto Pertetierra, un escritor decadente empantanado en el dirty realism cuyo apego a la marihuana y el alcohol era su modus vivendi. Siempre andaba de broma, medio bolinga, y aunque me caía bien tenía el don de la inoportunidad.
Le dije guasón que me sabía el discurso de memoria.
— Lo entiendo, colega, esto de los discursitos es una jodida chapa.
Se fue tambaleante a la terraza, allí se hermanaría con el del sombrero.
Comprobé soslayadamente mi alrededor y penetré escurridizo al despacho. Reinaba el orden y el silencio como de costumbre. La voz de Batuecas se escuchaba lo suficiente como para alertarme del fin del discurso. Tenía, calculé comprobando mi reloj, unos veinte minutos.
Me acerqué a la puerta misteriosa teniendo el máximo cuidado en no mover nada de su lugar. El gordo era un maniático de la armonía y la pulcritud. Me saqué la navaja multiusos para hurgar en la cerradura. Tenía un pestillo de esos de seguridad, nada sofisticado, sin alarma ni nada, pero lo suficientemente complejo para un inexperto e inútil como yo. No deseaba romper la cerradura ni hacer raspaduras en la puerta, tenía que ser fino, una aspiración imposible. Toqueteaba el bombín una y otra vez. Chascaba inmóvil, pitorreándose de mi impericia con estoica solidez. En estos casos, la voluntad del torpe activa el resorte de la desesperación: accionar repetidamente el pomo al tiempo que se empuja la puerta con arremetidas simultáneas. Nada de nada. Me quité la chaqueta para colgarla en el respaldo de la silla del escritorio y me aflojé el nudo de la corbata shakesperiana. Estaba sudando, por la camisa afloraban lamparones cual lunares folklóricos. Examiné los pernos, creo que por hacer algo, y fui palpando la superficie de la puerta con la esperanza de encontrar algún dispositivo que abriera esa maldita puerta o me diera alguna pista posible. Como era obvio, no hallé nada. Me recosté sobre el marco para tratar de dar una salida a mi incapacidad. Fue entonces, escuchando el eco de las palabras pomposas de Batuecas, cuando oí por primera vez el ruido. Era leve, apenas un rozamiento, que parecía provenir de la parte baja de la puerta. Me agaché y lo escuché con más nitidez. Algo metálico arañaba los bajos de la puerta. Iba y venía, se detenía y volvía a moverse. "¿Hay alguien ahí?", dije en voz baja sintiéndome absurdo. ¿Cómo leches iba a ver a alguien? Sacudí la cabeza negando, pensando que mi torpeza estaba encharcando mis meninges. Pero volví a escucharlo y esta vez arropado por un gemido. Por debajo de la puerta salió el eslabón de una pequeña cadena. Intenté cogerla con el dedo índice pero no asomaba lo suficiente como para agarrarla. No cabía duda de que al otro lado rondaba alguien. Escuché exclamaciones de esfuerzo mientras la cadena iba saliendo por debajo de la puerta. "¡¡¡¡Me cago en todo lo que se menea!!!!", dijo quien fuera, cuando dos de los eslabones saltaron a mi lado. Tiré de ellos. "¡¡¡¡Más despacio, coño, que no soy de goma!!!!", una voz enfurecida me hizo ir con más pausa. Poco a poco fui sacando la cadena a la vez que se escuchaban maldiciones y grititos de dolor. Al final pude ver la figurita parlanchina a la que se ataba la cadena. Tuve que frotarme los ojos, acercarme a ras del piso para creer en lo que tenía frente a mis narices. ¡¡Era un enano!! Tenía amarrada la cadena con una argolla a uno de sus tobillos.
— ¡¿Qué diantres miras!? -exclamó malhumorado, enderezándose y haciendo movimientos amenazadores- ¿Nunca has visto un gnomo, jodio?
Esto era demasiado. Ni yo mismo daba crédito a lo que estaba viendo y a lo que voy a contar a continuación. Es difícil de tragar, lo sé, sin embargo así ocurrió de pe a pa.
El gnomo se agachó para tirar con vehemencia de algo rojizo que asomaba bajo la puerta. Era un gorro cónico de color rojo, con notable capirote y bastante avejentado, que se puso deprisa y corriendo tras lo cual se estiró de manera ostentosa.
— Maks, gnomo siberiano de la inspiración. ¿Pasa algo?
Mediría unos quince centímetros con una barba canosa que estaba a punto de llegarle a los pies. Vestía una túnica vieja que algún día fue azulada. Tenía los mofletes azafranados, una nariz regordeta que sobresalía por encima del bigote, unas orejas largas y puntiagudas y unos ojillos de roedor vigilantes hacia todos lados.
— ¿Es que tengo que rogarte que me quites esto del tobillo? ¿Te lo pido de rodillas o qué?
Me dijo ofuscado, señalándose la argolla.
Con la navaja heredada de mi padre pude liberarle sin dificultad. Dio un sonoro resoplido cuando se encontró emancipado y unas cuantas volteretas como si comprobara su estado de forma.
— Más de treinta años cautivo le dejan a uno medio entumecido -dijo en un tono más agradable- ¿Te has deshecho del gordinflón?
— Más o menos.
Le pregunté por la célebre cajita.
— Ah, claro. Desde luego que sí. -dijo meneando su elevado sombrero rojo- Precisamente hay comenzaron mis desgracias, ehh……. ¡No me has dicho tu nombre, joder!
Se lo dije, pero insistí en la cajita.
— Ahí me encerró el bárbaro de Nikolay. Me raptó en la taiga y me encerró en esa maldita caja para que nadie supiera de su hallazgo. Se dedicaba a la exportación de carbón así que por más que le dije que yo no le serviría para nada en ese campo, él se empeñó en confinarme para que, más adelante, tal vez en otro lugar, en otra época le fuese de utilidad. Él de sobra sabía lo valiosos que somos los gnomos para los asuntos de los lyudis. Yo entonces no tenía ni siquiera doscientos años, un adolescente con toda la vida por delante, casadero y con grandes proyectos de futuro, que Nikolay me quitó de un plumazo. Murió al poco y su mujer, que nunca supo lo que contenía aquella caja, o sea yo, debió tirarla a uno de los contenedores de carbón. A punto de perder la vida, el morcón de Gil me descubrió.
Tenía un hablar decidido, firme, algo brusco, con un tono rudo en contraste con su pequeña figura. Sus ojos, en constante movimiento cauteloso, no se fijaban en nada y, a la vez, en todo.
— Así que Gil te utilizó para engrandecer lo que escribía ¿cierto? Descubrió tu poderío, tu inspiración mágica.
Le dije cogiéndole en la palma de mi mano.
— ¡Equilicuá! -exclamó chascando los dedos- Todos vosotros, los lyudis, escribís como auténticos patanes y mira por donde que el ladino de Gil encontró manera de enmendarlo para su gloria personal. ¡Maldito montón de grasa!
De súbito, escuchamos un enorme revuelo en la habitación donde peroraba Batuecas. Me di cuenta que, con el sorprendente hallazgo de Maks, el gnomo inspirador, se me había olvidado por completo que estaba robando algo y que el propietario estaba al otro lado.
Le hice un gesto elocuente de silencio y le metí en uno de los bolsillos de la chaqueta. Arreglé mi indumentaria lo mejor que pude, sin olvidar regresar, bajo la puerta, la cadena a la habitación donde estaría la cajita… vacía.