Literatos (1ª parte)

04 de octubre 2022
Actualizada: 18 de junio 2024

Tenía la desgracia de haber elegido como profesión la de escritor, si se puede catalogar eso como empleo. Desde mi experiencia digo que no, pues era más pobre que cualquier ocupante de patera siendo mi base alimenticia trabajos esporádicos que poco o nada tenía que ver con la escritura

Tenía la desgracia de haber elegido como profesión la de escritor, si se puede catalogar eso como empleo. Desde mi experiencia digo que no, pues era más pobre que cualquier ocupante de patera siendo mi base alimenticia trabajos esporádicos que poco o nada tenía que ver con la escritura. Debía de escribir bastante mal ya que mis trabajos eran rechazados una y otra vez por las editoriales, tan sólo aquellas editoras pequeñas, que viven a expensas de autores desconocidos, desesperados e ilusos, que piden emolumentos antes de publicar y huyen cuando huelen a quemado, me ofrecieron sus servicios en numerosas ocasiones. Afortunadamente, mis padres me dejaron una casa en propiedad, en la cual mal vivía, y a lo sumo techo no me faltaba para guarecerme del frío y, sobre todo, de los tórridos veranos que últimamente teníamos en la ciudad.

Patricia era el nombre de la mujer con la que tenía una extraña y prolongada relación de años atrás. Teníamos el sexo necesario para no subirnos por las paredes, comentábamos la actualidad lamentable que adornaba al mundo en estos tiempos de supervivientes, quedábamos, en ocasiones, para cenar, pero cada cual habitaba una casa diferente con economías distintas. Patricia era abogada para personas con problemas económicos, sin eufemismos: pobres de solemnidad, en un despacho destartalado, junto con un socio bebedor y pendenciero, de un barrio del cinturón sur, el mismo en el que yo vivía. Nos conocimos en el bar de "El comandante" (llamado así porque su dueño y camarero tenía un arrugado y protuberante lunar en medio de la frente), ya que ella y Pepe Luis, su socio, iban siempre a desayunar esas porras plastificadas que ofrecían por un precio más que módico. Siempre escudriñaba su perfil delicado, tras la cortina de sus cabellos teñidos de rubio, y su timbre de voz suave pero tajante, desde la esquina de la barra mientras sobaba y sobaba el periódico del día que "El comandante" tenía a bien prestar a una clientela cuyos ingresos eran contrarios a adquirir prensa o cualquier hoja impresa.

Una mañana de tantas, merced también al empeño del jeta de Pepe Luis, nos pusimos a charlar como si tal cosa. Ella era tan infortunada como yo, en cuanto a dinero contante y sonante, sin embargo conectamos en que nos apasionaban los relatos de Raymond Carver y el cine de Woody Allen. Eso fue clave, sin obviar mi ofrecimiento de pintarles el despacho por un precio asequible.

— Nos vendría de perlas -dijo Pepe Luis en cuanto oyó el precio- No veas la cantidad de clientes que se nos van cuando observan el entorno patético de quien les puede sacar las castañas del fuego.

Pinté el cuchitril que ellos llamaban despacho con cuatro manos de pintura de oferta. Los chafarrinones de las paredes eran pinturas rupestres que no habían visto el color desde el invento de la rueda. El fin de semana que empleé en el trabajito, incluyendo también que mis nociones de pintura están por debajo del nivel usuario, me costó una lumbalgia que ablandó del todo el corazón de Patricia (acudió a mi casa todos los días de mi convalecencia tras salir del trabajo) y el mío.

— Es que sois dos almas con menos sustancia que la sopa de una residencia de viejos. Y eso une más que el "superglú" -aducía Pepe Luis mirándonos con sorna.

El caso es que llevábamos siete años sin ser novios y tampoco lo contrario. A ninguno de los dos nos apetecía dar ningún paso más como tampoco menos. Una situación acomodaticia entre dos muertos de hambre.

— Y hacéis dabuti -decía el socio, echándose hacia atrás en el deslustrado sillón de su mesa de trabajo al tiempo que sostenía su tercera o cuarta copa de coñac- ¿Quién soy yo? Casado desde hace veinte años y con dos hijos con menos porvenir que Pavarotti bailando el hula-hop ¡Un mierda!

Precisamente por causa de este borrachín comenzó todo el embrollo. Sabedor Pepe Luis de mi inclinación a la escritura, una mañana de martes en "El comandante" apareció con una flamante invitación para una tertulia literaria que se celebraría ese jueves en el Ateneo.

— Joder, Pepe Luis, pero eso significa estar entre los grandes -contesté, tratando de disimular mi emoción- Ya sabes que soy alguien desconocido en esas lides.

— ¡Venga, chalao, el caso es meter cabeza! –exclamó, metiéndome la invitación en el bolsillo de la gabardina.

— Y tú lo vales -constató Patricia cogiéndome una mano con arrebato.

No sabía con exactitud cuál sería mi cometido, si convidado de piedra mientras los demás departían o si tendría que estrujar mis meninges para dar opinión. Sin embargo, tenía que dar la razón al socio de Patricia en cuanto a codearme con los ilustres de las letras. No era asistir a una vulgar presentación de un libro, ni a una aburrida declamación de poemas por parte de un poeta desahuciado, era en el Ateneo de la ciudad, el lugar donde se reunía la flor y nata de las letras nacionales. Toda una oportunidad.

Me coloqué el traje menos marchito (el que estrené hacía diez años para el funeral de mi padre) y me engominé a conciencia mis pelos rizados para no parecer un trasnochado Riccardo Cocciante. No me olvidé de meter en una carterilla de cuerolite mis últimos trabajos literarios. Sin duda, eran mi carta de presentación llegado el caso.

Habíamos barajado la posibilidad de que Patricia me acompañara pero fue Pepe Luis, siempre metomentodo por excelencia, el que nos aconsejó que no convenía.

— En ese mundo farandúlico, por muy graves y sesudos que parezcan los que lo componen, el ir acompañado suele ser signo de mojigatería…. de…… madre que acompaña al hijo treintañero al médico. ¿Me entendéis? Un "madraza" que se les llamaba en mis tiempos.

Pepe Luis tenía alrededor de cincuenta años, unos diez más que nosotros, aunque, según contaba de su experiencia, podía muy bien cumplir los ciento y pico. Presumía de saber de casi todo y si le hacías caso, como me pasaba a mí y también a Patricia, aunque ella lo negara, podías darte de bruces con la contundencia más ordinaria de la ignorancia. Le hicimos caso con lo que acudí yo solo.

Era un jueves de otoño de agradable temperatura. La chaqueta me tiraba demasiado en las axilas y la mancha de sudor, como comprobé en el espejo de un bar cutre donde me había tomado un whisky peleón, comenzaba a delimitar una costa que amenazaba avanzar y blanquear. "Con no levantar mucho los brazos, apañado.", me dije, mientras me aplicaba algo de salivilla en los extremos del bigote.