El sitio al que me llevó Justino era de todo menos acogedor. Unas cuantas mesas redondas, adornadas con unos manteles de hule de cuadros rojos y blancos, se esparcían por una estancia con pretensiones flamencas. Desde unos bafles cochambrosos, colgados en dos esquinas pegadas al techo, se escuchaba cante jondo. La camarera, una cincuentona metida en carnes, atendía a las mesas ataviada de faralaes de la manera más burda; unos lamparones por debajo del escote se conjuntaban abigarradamente con los lunares blancos y negros del atuendo.
Justino pidió dos copas de coñac sin consultarme, al tiempo que la "flamenca" nos dedicaba una sonrisita de dientes manchados de carmín púrpura.
— ¿Quién le ha dicho que quiero tomar coñac? -le espeté sin contemporizar.
Se estiró de su pañuelo al cuello. "Entre colegas literarios nadie hace ascos al coñac. Y no me trates de usted que vamos para socios", me dijo haciéndome un guiño.
De un trago se pimpló la copa y pidió una segunda antes que la postiza gitana desapareciera.
— Mira, Justino, -le dije, cogiéndole por la manga de su chaqueta de pana- vamos a dejarnos de intrigas. Cuéntame de una jodida vez eso de la sociedad antes de que te embolingues, que te veo venir.
— ¿Tienes tabaco? -me preguntó sumiso, alzando los ojos como si yo fuese un santo apóstol- Pero tendremos que darle al pito en la calle, ya sabes.
Me escarbé en el bolsillo de la chaqueta y le enseñé un paquete arrugado de Malboro. Junto a la puerta del local nos pusimos a fumar.
— Pero esto no es Malboro, son "liaos", cabroncete -dijo al ver la impericia de los pitillos- Y los metes en el paquete para dar el pego. Qué jodio.
Se reía, dándome golpecillos en el hombro.
— Al grano, coño.
Era conocedor de que si enturbiaba la mirada el contrario encajaba el golpe.
— Sabes que el padre de Pepe Luis era portero de una fina en el barrio de Salamanca, ¿no?- comenzó dentro de una mueca que aparentaba seriedad.
Lo desconocía.
Me contó que poco antes de fallecer le contó a su hijo un secreto que podía hacerle la vida tan plácida como la del "gordo, o sea el tal Gil". Porque la gran ilusión del padre de Pepe Luis fue que su hijo lidiase de literato de renombre, un eminente escritor como el mencionado, y no el abogaducho de pleitos pobres como ha terminado siendo, y que toda figura que llega a la "cúspide del Olimpo y tutea a Zeus" tiene un secreto inconfesable, guardado a buen recaudo. El secreto del gordo. Por ese menester llevaba tres meses vigilando la rutina de Gil Batuecas y que, para hacerla más cercana y llevadera, se había echado una "novieta pa salir del paso" que era del servicio doméstico de la casa del escritor; "una hembra rural y prieta, ¿sabes?"
— Entonces, eres buen amigo de Pepe Luis -le dije para centrar el relato.
Justino titubeó unos instantes.
— No exactamente…… Socios circunstanciales, diría yo.
Nos volvimos al antro. Pidió una tercera copa y yo, antes de que se lanzara, una cervecita.
Pepe Luis conoció a Justino en una visita al Ateneo. "Yo navego bastante por allí, sabes, (porque mi padre me da acceso ya que es el bedel que anda por la puerta principal) para ver si intimo con alguno de esos pingüinos y me cae una publicación graciosa de mis poemas. Graciosa lo digo por exitosa, vale."
— …Porque mi padre es de la opinión de que el hábito hace al monje, al contrario de lo que dicen, y que estar entre tanto letrado acabará convirtiéndome en el poeta que yo anhelo, aunque mi viejo siempre lo vio con bastante desconfianza. Dice que la literatura en estos tiempos es cosa de cuatro ricos y otros cuatro de esos que salen en las revistas del corazón. Una engañifa, vamos.
El socio de Patricia se fijó enseguida en él porque no parecía "de la misma cosecha que el resto". Entonces, después de varios encuentros, "precisamente aquí, en este sitio, hartos de coñac", le propuso el negocio. "Y me pareció de perlas", dijo sin aclarar nada.
La plática de Justino me estaba poniendo de los nervios. Tan pronto se iba de acá para allá aseverando cosas que creía que yo conocía, como se perdía en comentarios sobre los padres de uno y de otro que no aclaraban nada.
— ¿De qué va toda esa sociedad en la que, sin querer, parece que soy accionista? -le dije tratando de encauzar el derrotero de una vez.
La mirada vidriosa de Justino me confirmó que los efectos del coñac le estaban encharcando el cerebro. Se quedó pensativo unos segundos, tironeándose del pañuelo anudado al cuello. Luego chasqueó los dedos y me encaró sonriente.
— Es que me voy tanto por las ramas que se me olvida que hay suelo.
El gordo le conocía de sobra del Ateneo, lo mismo que a Pepe Luis por ser el hijo del portero de su casa de toda la vida. Se necesitaba otra persona, evidentemente desconocida para el literato, para que se introdujese en la misma casa y poder dar con el preciado secreto que pule los textos hasta tal extremo que los convierte en obras capitales, maestras, textos que algún día serán patrimonio universal de la literatura. Precisamente en ese momento necesitaba el gordo un "negro", ya que el habitual se había jubilado. Y era yo ese candidato que Pepe Luis se encargó de recomendar al literato previo chivatazo de Justino.
Me pareció indignante que antes de nada ya el caradura de Pepe Luis me había metido en el negocio. Ya me extrañó eso de que me diera la invitación. Iba a decir algún exabrupto pero mi compañero me sujetó.
— ¡Ese es el jodido secreto que guarda Gil Batuecas en su despacho! -exclamó eufórico Justino incorporándose de la silla mientras me cogía las manos- Él siempre tiene en nómina a un pobre escritor desconocido, algún pobre diablo como tú o como yo, ¿entiendes? Hace su jornada laboral en el domicilio del gordo escribiendo una idea sugerida por este; todo muy discreto, cauteloso, quizás ideas hasta estúpidas, llenando páginas para darle el grosor adecuado para un libro destinado a ser inmortal. Da igual la calidad del texto en cuestión porque, en la intimidad de su despacho, solitario a rajatabla, Gil lo hace pulir de tal modo que lo convierte en obra magna. ¡Esa es la base de la sociedad!
Debí de poner una cara rara porque él, tras pedir la cuarta copa y darle un azote en el culo a la falsa gitana, se acercó a mí sibilino para lanzarme su vaharada alcohólica.
— ¡Robarle el enigma al gordo y hacernos los tres famosos escritores con pasta gansa a rabiar! ¡¡De cajón, colega, de cajón!!
Publicar con éxito asegurado ni novela inconclusa. Tengo que decir que me fascinó la propuesta descabellada de mi acompañante por muy inverosímil que pareciera. Si de verdad era cierto lo que me contaba Justino, no me resultaba difícil imaginarme firmando multitudes de ejemplares de mi novela, mientras la crítica me aclamaba en prensa, y a mi lado una rubia despampanante que, por cierto, en nada se parecía a Patricia. Me veía en aquel antro maloliente, al tiempo que sonaba la voz rota de Camarón, bien vestido, bien domados mis rizos, entrevistado por un conocido crítico literario para una revista de tirada internacional que no paraba de lisonjear mi estilo artístico. Me veía tomando a sorbitos un Martini doble al estilo de Truman Capote fumando tabaco rubio americano de importación.
Cuando abrí los ojos, Justino apuraba no sé si su quinta copa.
Pagué las consumiciones, como preví de antemano.
— No te lo pienses mucho. Es un pleno al quince, coleguita.
Me dijo al despedirnos en la calle. Se fue dando bandazos tratando de arreglarse el pañuelo del cuello. Yo me quedé un rato pensativo antes de echarme a andar.