Como no tenía mucho donde escoger, me enfundé en el traje del funeral de mi padre para ir hacia la casa de Gil Batuecas. Cogí el metro y en poco más de media hora estaba en pleno barrio de Salamanca. Rostros tersos, bronceados, acicalados, entre cabellos bien cuidados, vestimentas costosas y dentaduras relucientes a las que no importaba sonreír sin cuidado. Esa clase de personas me rodeaban nada más salir de la boca del metro. Se notaba que estaba entre la flor y nata de la cuidad y que sus perfumes, irradiando abundancia a su paso, dejaban en muy mal sitio a mi Heno de Pravia de litro. Mi traje era una parodia entre tanto lujo. Sólo se me ocurrió apretar el paso pegadito en la acera a los edificios magnos y no cruzar la vista absolutamente con nadie. Si tengo que emplear una palabra para explicar cómo me sentía sería la de "marciano".
Ya no era la casa antigua de los Batuecas Monteañaz, Gil vivía ahora en un casoplón de fachada decimonónica pero de entresijos ultramodernos de esos que te parecen estar metido en la morada de Joaquin Phoenix en la película Her. El portero me detuvo nada más atravesar el portal. Me escudriñó de arribabajo con ojos inquisidores sin parecerle apropiada la visita al señor Batuecas de un tipo de mi catadura.
— Espere aquí unos minutos. Voy a verificar su visita -me dijo con sequedad, auscultándome con sus ojillos de sabueso bien entrenado.
Dentro del portal estabas flanqueado por cámaras que torcían su cuello al menor movimiento que dabas. Una araña monumental, de diseño vanguardista, colgaba del techo. Pensé que si se soltaba me haría picadillo en cero coma. Unas luces led, de color azul suave, perimetraban el lugar a medio metro del techo como si flotaran.
— Suba. Piso tercero letra F. Por ese ascensor, por favor.
Dijo el portero, que vestía un elegante traje cruzado de abotonadura dorada, señalándome el montacargas bajo la escalera principal.
Me abrió una sirvienta de mediana edad ataviada con uniforme y cofia. "El señor Batuecas le recibirá en unos momentos, señor", me dijo en voz muy baja mostrándome la puerta de un despacho de una blancura nívea. El mobiliario del despacho era de esos llamados minimalistas: unas sillas de diseño frente a un escritorio de metacrilato sobre el cual descansaba un portátil abierto que pestañeaba destellos arco iris. Del techo colgaba una estrella fluorescente que, apagada, rutilaba en sus cinco puntas. Entraba bastante luz del exterior por dos ventanales que permanecían entreabiertos con lo que se escuchaba el tráfago de la calle. Me senté en una de las sillas y me puse la carterilla de cuerolite encima de las rodillas. No me percaté, hasta que a la invasiva blancura del cuarto acostumbró a mis ojos, que a toda la estancia la rodeaban unos anaqueles atiborrados de libros. Llegaban desde el techo hasta casi el suelo y estaban protegidos por una puerta semitransparente que aparecía y desaparecía en función del ángulo de visión en el que te colocabas.
— Buenas tardes.
El hombre obeso que había visto y oído en el Ateneo movía sus carnes dentro de un traje ligero de tonalidad clara. Por la sequedad de su saludo y la celeridad forzada de su paso supuse que yo no era una visita lo que se dice deseada. No me miró, tecleó algo en el portátil e hizo un ruidito grave con la garganta mientras leía algo.
— Gigi, querido, perdona que te moleste, pero es que te llama Murriano por lo del premio del viernes 27.
Un tipo, vestido con un traje verdoso, de voz afectada en extremo, irrumpió en el cuarto. Se balanceaba armónico apoyado en el marco de la puerta.
Batuecas se levantó meneando la cabeza. Antes de salir se dirigió a mí sin mirarme.
— Ehhh…..Bueno, y usted….. Escríbame, escríbame algo, lo que sea, sobre…… sobre…… Leopoldo Panero.
Me dijo urgido y molesto al tiempo. Se le movía la papada con flacidez y no terminaba de pararse hasta un par de segundos después de dejar de hablar.
Asentí en un impulso.
— Pero, oiga, ni se le ocurra mencionarme a los impresentables de sus hijos. Al que me refiero es al padre. Cuidadito, eh. Leopoldo Panero, padre, pa-dre. Leopoldo Panero Torbado.
Antes de salir se había vuelto como un resorte y, a mis espaldas, escuché su voz malhumorada y sentenciosa.
¿Qué leches podía escribir sobre Panero padre? De alguno de sus hijos, sobre todo de Leopoldo María, podía decir algo, pero de su padre ni idea. Que pertenecía a la Generación del 36 y que escribió varios poemarios, todos bendecidos por la dictadura franquista. La mayor cercanía con su nombre se la debía al documental "El desencanto", de Chávarri, en el que su figura quedaba cercenada por sus tres hijos cual asesinato freudiano, una caída brutal del prototipo de familia católica.
Me puse a escribir en una libreta que saqué de mi carterilla. Tenía que contar algo con lo poco que sabía. Mientras garabateaba, la voz más endulzada de Batuecas se filtro por la puerta que dejó entreabierta.
"…. Vale, Antolín, vale. No me importa que el premio se lo deis a él. No hay problema siempre y cuando se me adjudique el "Daniel Echevique" a final de año. (Silencio). Hombre, como comprenderás, es uno mismo el que tiene que mantener el status…. (Silencio) (Risitas) No me importa, ya te digo, pero tendríais ……. Uno por otro…….(Silencio)……(Carraspeo) Mejor así…… (Silencio)…."
Debió moverse porque dejé de escuchar con nitidez.
Me puse a lo mío sin pensar a fondo en mi escucha. Escribía casi automáticamente, sin profundizar, teniendo en la cabeza lo que me dijo Justino de rellenar papel aunque fuera de puras naderías.
Cuando entró Batuecas tenía un semblante más distendido: los mofletes se le habían sonrosado y el arco de sus cejas carecía de tensión.
Le entregué mi escrito a la orden de un gesto que me hizo con la mano. Era poco más de media hoja escrito con una letra imposible.
— Hum… Vamos a ver -dijo consultando su reloj de muñeca- Y esto lo ha escrito usted en menos de los casi diez minutos que he estado fuera. Hum….
¡Me había mirado por primera vez! Lo que no sabía es si la punta de lanza de su cuero cabelludo avanzado en su frente me atravesaría o me amnistiaría.