De tan buen talante entré en la casa de Batuecas que le guiñé un ojo a Sixto. Sabía lo que ese gesto podía significar pero no me importó. Estaba inmerso en la gracia de que esa tarde podía cambiar mi vida para siempre. Las dudas, el miedo al hurto, se habían disipado dejando paso a la seguridad que infiere saberse que, en unos días, serías un autor de éxito.
— ¿Sabes que te hace muy fashion esa corbatita? -me dijo Sixto con una mirada golosona- Te da empaque de escritor súper interesante, chato.
Se había acercado demasiado por lo que me fui directo a por la bandeja de cervezas que pasaba un camarero.
Todavía quedaban muchos invitados por venir. El enorme salón que el gordo habilitó para el evento dejaba todavía muchos espacios en blanco. Para la ocasión, había comprado la copia escultórica de un rotundo David con los genitales pintados de rojo púrpura.
— Se lo he comprado a Melquiades Orozco por una ganga. ¿Verdad que es de lo más atrevido? -Batuecas me tenía cogido por el hombro mareándome con su olor a colonia de marca- Veo que tú también te has decorado para el party. -me tomó la corbata intentando identificar la marca- Vas ganando prestancia y eso ya sabes que me agrada hasta la médula.
Se fue moviendo las manos ridículamente porque entraban por la puerta los hermanos Sánchez-Cañada, unos creadores de performances que hacían las delicias entre las clases altas más cercanas al arte.
Fui a por mi segunda birra y, de paso, a controlar la puerta del despacho de Batuecas. No solía estar cerrado con llave, puesto que casi siempre andaba él por ahí, pero no estaba de más cerciorarse. Estaba abierto. Tendría que colocarme e ingeniármelas cómo abrir la puerta secreta que siempre estaba cerrada a cal y canto. Era de suponer que el gordo sólo la abría cuando estaba solo. Tal vez Sixto entrara en esa confianza pero lo dudaba; Batuecas era muy celoso con la puertecita y nunca, nunca, vi arrimarse a nadie.
Vino a saludarme Elia Testarondo, un reputado periodista italiano que escribía para todas las revistas del corazón. Por supuesto, gay.
— Si no saludo primero al "negro" de Gil no estoy a gusto, querido. ¿Sabes si habrá discursito del príncipe?
Me preguntó refiriéndose a Batuecas.
Claro que abría y de "clase business", le contesté haciendo una seña ampulosa que abarcaba el límite de mis brazos.
La sala se estaba llenando a marchas forzadas. Tenía previsto, como el mejor momento para intentar mi asalto, precisamente el discurso de Batuecas. Conociéndole, seguro que no sería inferior a treinta minutos, lo cual me daba a priori tiempo suficiente. Me había traído de casa una navaja multiusos Leatherman, heredada de mi padre de los tiempos en que fue yesero en Suiza. Lo cierto es que no sabía para qué, pues soy bastante inútil manejando herramientas de cualquier clase, sin embargo no existe ladrón de guante blanco que no lleve un utensilio parecido, por lo menos en el cine (digo esto de forma alocada, pues recuerdo que el agente Bond-Connery en "Operación Trueno" usaba un artefacto de control remoto para abrir puertas) En fin, se me entiende mi impericia y la falta absoluta de profesionalidad de este grupo de ladrones, ¿verdad? Por ende, sería algo postizo contar con el control remoto abrepuertas.
Teresa Roa, una novelista, se acercó a mí portando dos vasos de cerveza.
— Está tirando la casa por la ventana el bueno de Gil -me dijo, sacudiendo sus cabellos mechados.- Creo que estamos rodeados de toda la potencia literaria patria. Ha venido hasta "El anacoreta".
Me señaló a un tipo con sombrero que, sentado en uno de los sillones Le Corbusier, se rodeaba de numerosos vasos de cerveza vacíos.
— Nunca le he visto por aquí –comenté.
— No es raro. Es un poeta de lo más introvertido. Eso sí, fuma y bebe cerveza como un poseso.
La soledad que, además de los vasos vacíos, circundaba al tipo me llamó la atención y me acerqué a él. Me miró extrañado cuando le tendí la mano al presentarme.
— A mí llámame K a secas. -me dijo en un ronco susurro. Luego me preguntó urgido dónde se podía fumar.
Le llevé a la terracita. Hacía frío y soplaba un viento que hacía cimbrear el magnolio, ahora desierto de flores. No parecía tener muchas ganas de charla el tal K, así que probé suerte.
— Parece que la fiesta se anima -dije por decir.
Me encaró un instante para después sonreír de medio lado.
— A mí estos incidentes terminan por aburrirme -contestó, anudándose un pañuelo al cuello que sacó de un bolsillo- Si te digo la verdad vengo por los tragos, –y elevó su vaso de cerveza- lo demás me trae más bien al pairo.
— A mí tampoco me ponen mucho.
— ¿Te has preguntado alguna vez cuando escriben estos escritores de pan y melón si se pasan los días entre eventos, presentaciones y demás zarandajas? Bueno….Puede que lo hagan a la forma de "El orondo", ¿no?
Asentí sin querer meterme en ningún charco.
A los pocos minutos escuchamos un súbito silencio.
— Creo que llegó la hora del discurso -dije avanzando hacia la puerta.
— Ah, claro. Vete, vete, yo lo dedico un poco más de tiempo al arbolito. Ciao.
Mencionó el tipo echándole una ojeada ridícula al magnolio.
En efecto, Batuecas, subido a un improvisado escenario, sonreía observando a su izquierda y derecha. Luces de colores iluminaban la rotundidad de su figura.
"Buenas tardes y bienvenidos, amigos del mundo de la cultura. Antes de comenzar con la presentación debo confesar que esta novela representa para mí mucho más que un libro. Como una comadrona atenta y entusiasta he tenido el privilegio de asistir a su larga gestación desde, casi me atrevería a decir, el momento de su concepción…."
Gil Batuecas en estado puro. Su rostro terso, ultimado con una capa espesa de crema de importación, dejaba de ser lustrosa en la inquieta papada. Gotitas de sudor, cambiantes de color al son de las lucecitas, custodiaban su pelo engominado. Debido al maquillaje, la montura acerada de sus gafas se escurría por el tobogán de su nariz hasta que su dedo las devolvía a su lugar. La evidencia de su barriga tensaba el chaleco de su esmoquin hasta curvar los botones. Pero nada de eso parecía contrariarle, encantado consigo mismo, prosiguió el discurso con una delectación que le vibraba en sus ojillos vivarachos.
Me coloqué alejado de cualquier conocido, junto a la esquina contigua a su despacho. Me sentía tranquilo, convencido de que una parte de la gloria de Batuecas ya me pertenecía.