Solemos visitar lo lejano con más entusiasmo que lo que tenemos cerca. Pensamos que nuestro entorno más inmediato solo nos va a proporcionar más de lo mismo.
Quien es viajero suele desplazarse lo más lejos que puede porque desconecta mejor cuantos más kilómetros pone de por medio o cuanto más distinto es su destino del lugar que habitualmente frecuenta. También por el sentido práctico que lleva a pensar que ya habrá tiempo para descubrir lo que tenemos al lado mientras que a la larga no podremos realizar viajes largos.
La consecuencia es que muchos tesoros cercanos se quedan por descubrir.
Por esta manera de actuar, tan común a casi todos, he pasado tanto tiempo de mi vida sin conocer la pintura de Tato Heredia, pintor pontevedrés, y sin visitar ninguna de las exposiciones que ha hecho en la ciudad.
Un encuentro casual con sus acuarelas el pasado fin de semana en Combarro me llevó a pensar dónde estaría mi cabeza para haberme pasado tan desapercibida su obra.
Heredia pinta sobretodo acuarela, con un rigor y un perfeccionismo poco común. Sus cuadros en blanco y negro o color tienen el hiperrealismo de una fotografía, sin llegar a confundirse nunca con ella. Reproduce paisajes urbanos o de la vida cotidiana, así como el trabajo en el campo y el mar. Es en estos últimos cuadros, los de pescadores faenando en alta mar o de las olas rompiendo contra las rocas, donde demuestra todo lo que sabe crear con su pincel: los contraluces, las sombras, el color del atardecer, los reflejos del agua, nos invitan a asomarnos a sus cuadros como a ventanas sobre la costa.
Los lienzos de la vida en el campo nos muestran escenas de trabajo, pero también de los momentos de descanso durante la jornada y en todos ellos se perfecciona y se detalla la escena de forma tan fiel como si la estuviésemos observando directamente, consiguiendo capturar instantes tan aparentemente triviales como el de dos mujeres de edad avanzada hablando sentadas en un banco, gesticulando con las manos curtidas de quien ha hecho de ellas su herramienta de trabajo durante muchas horas al aire libre.
Los objetos cotidianos, como la colada tendida o el periódico abierto por alguien que lo está leyendo en ese momento en un sillón: un padre o un abuelo, seguro que concentrado y relajado al mismo tiempo. Conseguimos verle, porque a través de los objetos tan detalladamente dibujados por el pintor, de las posturas de los cuerpos, nos imaginamos claramente quien está detrás de cada uno, aunque no lo muestre. Sorprende que dentro del hiperrealismo sea capaz de encontrar un espacio tan libre a la imaginación de quien contempla el cuadro.
Las caras, tapadas por una mano, por algún utensilio o por un efecto de luz intencionado, expresan mucho más en la pintura de Heredia que algún que otro retrato completo realizado por pintores menos acertados
También encuentra momentos para capturar lugares de Pontevedra tan entrañables como la Iglesia de La Peregrina, la Plaza del Teucro o los soportales, por los que transita la gente un día de lluvia. Fuera, un paraguas de color vivo rompe la atmósfera blanquinegra.
De formación autodidacta e hijo de pintor, probablemente llevase desde niño la impronta del arte que luego ha sido capaz de desarrollar.
Seguiré su trabajo a partir de ahora con la curiosidad y el asombro de quien encuentra lo bello sin salir a buscarlo, con el orgullo del paisano que no por haber visto otras tierras, deja de valorar la suya, y con la tranquilidad de quien disfruta una obra de arte sin necesidad de compararla con nada más, solo por el placer que proporciona contemplarla.
La obra de Heredia tiene un valor añadido para los pontevedreses: sus cuadros reflejan lo nuestro, lo que está cerca. Un escenario compartido.