Mi ego y yo

08 de julio 2020
Actualizada: 18 de junio 2024

Contar las cosas con gracia es una rara habilidad. Cada vez nos hacen gracia menos cosas. En la era de los ofendidos ponemos mucho cuidado en lo que decimos, aunque incongruentemente, seguimos haciendo el cafre

Contar las cosas con gracia es una rara habilidad. Cada vez nos hacen gracia menos cosas. En la era de los ofendidos ponemos mucho cuidado en lo que decimos, aunque incongruentemente, seguimos haciendo el cafre.

Hay una censura no impuesta por el poder si no, curiosamente, por el pueblo y lo que leemos o lo que escuchamos parece falso y frío, políticamente orientado bajo el disfraz del compromiso, o tan repetitivo como una consigna.

Con este telón de fondo, leo en el Vanity Fair una entrevista con Carmen Maura, una de esas personas que nunca sabes por dónde anda ni qué hace, pero siempre te apetece encontrar.

La Maura empieza a ser un raro ejemplar de ser humano, tan graciosa, tan auténtica, tan políticamente incorrecta; tan libre.

Habla sin cursilería ni zafiedad, pero sin pelos en la lengua y, siendo la actriz que es, desdramatiza; desdramatiza todo: el confinamiento, las reivindicaciones, el trabajo doméstico, la madurez y hasta su profesión. El resultado es que el entrevistador y el lector se lo pasan pipa.

Ella, que podía haber elegido permanecer como víctima de muchas tragedias reales en su vida o diva enamorada de su propia importancia en la faceta profesional, desprende naturalidad. Envidiable como mujer, no ya por todo lo que ha conseguido, sino por cómo se toma la vida.

La actriz responde desde su casa a las preguntas del periodista mientras le hace saber que está vaciando el lavavajillas, porque la vida es eso: una de cal y otra de arena y no somos siempre ese ser glamuroso que aparece en nuestro Instagram.

La Maura me recuerda a mi amiga Cristina, madre de seis hijos, casada y trabajadora, que aún tiene tiempo para llamarme de vez en cuando, como si el tiempo le sobrase y acordándose de todo lo que le conté la vez anterior. Estoy segura de que si le diesen una medalla iría a recogerla por cortesía, pero acabaría reciclándola como posavasos o algo así.

Cristina hace lo que tiene que hacer y, cuando la vida se lo permite, lo que le apetece, sin meterse con nadie, como las personas bien educadas. No espera reconocimiento, porque para esa espera sí que no tiene tiempo.

Aparentemente, mi amiga y la Maura no se parecen en nada, pero en el fondo, son igualitas. Ambas tienen un cero en el nivel de tontería. A ambas les importa lo mismo lo que digan de ellas, bien sea en la oficina o en el set se rodaje: nada.

La Maura sostiene, en un mundo en el que, según dicen, siempre hay que estar a tope de actividad, que quiere trabajar menos, arriesgándose a que piensen que le sobra dinero y, a sus 74 años, mientras otras mujeres de su misma edad y oficio van quejándose por las esquinas porque "no les ofrecen papeles" a ella le siguen llegando igual que cuando empezaba.

Después de haberse arruinado y empezado de nuevo, achaca eso que otras llaman suerte a que, en sus propias palabras, sirve igual para un roto que para un descosido y resume su relación con los trabajos pasados de la siguiente manera: "A veces he visto que ponían una película mía y me he tenido que quedar para ver si acababa bien o mal."

Esa es la importancia que le da a todo: la justa. Yo creo que por eso está siempre tan tranquila. Como mi amiga Cristina.

Cristina, tiempo después de morir mi padre y mi hermana, me llamó para saber cómo me encontraba y cuando le agradecí que se acordara y le pregunté de dónde sacaba el tiempo para llamarme, dijo: "Para lo que importa siempre hay tiempo, lo que ya no estoy es para tonterías". Y es cierto, perdemos mucho tiempo en tareas y personas que no lo merecen y luego nos quejamos por haberlo perdido.

Me sigue chocando esto de que todo el mundo necesite pensar que su trabajo es lo más y se merece como poco, un pódium. Parece como si, tras la pandemia, en lugar de aprender que si nos morimos el mundo va a seguir girando, seguimos queriendo hacernos ver como imprescindibles. No parece que haya cielo para tanta estrella. Y eso que es infinito.

Nos hemos vuelto de una intensidad insufrible. Todos somos héroes, todos imprescindibles, ansiosos de palmaditas en la espalda por lo bien que hacemos lo nuestro. Es la trampa en la que todos caemos. ¿No será más importante que el trabajo no esclavice que nuestros vecinos nos hagan la ola desde la ventana?

El político ya no es un empleado público, es el salvador de la patria, el actor o actriz, una celebrity, el cirujano un dios, el futbolista, un modelo a seguir; el niño, un influencer y el ama de casa tiene su propio canal de youtube.

Quizá lo que más me asombra de todo este fenómeno es que los jueces aparecen en los medios con sentencias presuntamente filtradas a la vista de todo el mundo que llegan a ser trending topic y los abogados dividen su tiempo entre su bufete y los platós de televisión, como si las horas de su día fuesen más largas cualquiera que sea el planeta donde estén, allá en la estratosfera.

¿Qué tiempo nos queda para disfrutar de lo que hacemos, para ayudar con nuestro trabajo a quien lo necesita, a cambio, lógicamente de un sueldo proporcional?

Todo el que colabora con organizaciones humanitarias tiene que pregonarlo a los cuatro vientos, como si ayudar cuando estás en posición de hacerlo, fuese una hazaña y no una obligación. Uno ya no sabe si la solidaridad está perdiendo su esencia para inflar curriculums. Lo admitimos así porque, al final, lo importante es que la ayuda llega. Solo faltaría que no llegase o que dejásemos pasar a los muertos por delante como si viésemos llover.

En esta nueva normalidad, me encantaría que realmente todo fuese más normal, ahora que toca revisar el concepto. Que ayudar al que sufre sea lo normal, que hacer bien el trabajo sea lo normal y sirva para realizarse como persona y para contribuir a que el mundo sea mejor sin considerarte por ello Superman o superwoman.

La auténtica normalidad, entiendo, es la de Carmen, la de Cristina, y la de todo el que se levanta por la mañana pensando en hacer las cosas lo mejor que puede, sin importarle si van a criticarle o a aplaudirle, agradecido a la vida aún con sus preocupaciones, haciéndola agradable para él y para los demás. Es la normalidad del sentido común.

Ojalá se instale de verdad porque solo desde ella podremos luchar contra la pandemia y contra ese ego post-covid que parece invadirlo todo.

Si la mascarilla no queda bien en el selfie, igual es una señal que tendremos que aprender a interpretar.