Apuraron de un trago los whiskys. Dave hizo intención de volver a rellenar las tazas pero en un ademán severo el otro le detuvo.
— Saquemos esta basura de aquí, amor.
Ordenó Art, echando mano a los tobillos a la mujer.
Arrastraron los cadáveres fuera de la casucha dejando un rastro sanguinolento que fluía de las cabezas de los muertos. Las aves se espantaron cuando se acercaron, a excepción de las urracas que, sin emprender el vuelo, caminaban a saltitos atentas a la ubicación de los cadáveres. Los lanzaron junto al cuerpo de Ed. Las urracas se apartaron remolonas pero fueron las primeras en acercarse al festín. Los rubios se fueron sacudieron las manos al tiempo que las aves regresaban desde su vuelo circundante. En instantes, los cadáveres desaparecieron cubiertos por un enjambre de plumas bulliciosas.
— Mejor será que vayas en el coche. ¿Te molesta todavía?
Preguntó Art, señalando la herida de la pierna.
— Cuando la estiro me tira. No sé qué mierdas de remiendo me habrá hecho el ese matasanos beodo, -contestó el otro tocándose la mancha de sangre del pantalón- pero puedo conducir el buga, claro.
— En el poblacho pillaremos a esos dos pringaos que iban a contratar y les traeremos para que sigan separando el polvo de la paja. -dijo Art ufano- Nos sonríe la vida, amor.
Se besaron con énfasis antes de coger los vehículos.
Hicieron rugir los motores acelerando a tope, lo cual volvió a soliviantar a los pájaros. Dejaron un nubarrón de humo flotante saliendo de estampida y haciendo rechinar los neumáticos sobre la gravilla.
Sorteaban los baches de la carretera a velocidad endiablada. Art gritaba desaforado sobre la moto e, incluso, hizo un par de disparos al aire que pasaron desapercibidos entre el fragor de los motores. Dave tocaba insistentemente el claxon riendo a carcajadas; daba paso a su compañero para, después, rebasarle al máximo de revoluciones.
Varios trabajadores se acercaron a las lindes de los otros vertederos curioseando la carrera alocada desde la altura. Señalaban a los vehículos llevándose las manos a la cabeza a la vez que comentaban.
Los rubios seguían impasibles su juego. No encontraban mayor satisfacción que proclamar su euforia con el mayor ruido posible.
Art volvió a adelantar al Land Rover ejecutando una cabriola, zigzagueando la carreterucha de lado a lado. Dave golpeó el volante con entusiasmo varias veces e intentó acelerar para arrebatarle el primer puesto. La moto reviró derrapando, estrellándose contra el morro del todoterreno. El cuerpo de Art salió disparado y atravesó el parabrisas del auto. Dave sintió el brusco golpetazo en su cuello y un chasquido sonó fuera del alcance de su consciencia. El Land Rover perdió el control y, tras varias vueltas de campana, quedó volcado de lado en el desnivel del arcén.
No tardaron en llegar varios hombres ataviados con sus trajes de faena. La motocicleta estaba doblada, desplazada a varios metros sobre el asfalto cuarteado. El otro vehículo humeaba bajo el capó al fondo del terraplén.
— Esos dos jodidos locos fueron los que pasaron esta mañana detrás del coche de la Vicky. -dijo uno de los hombres, señalando la dirección del vertedero de la mujer.- Los vi pasar subidos en la moto.
— Sí, también esta mañana iban haciendo el cabra. ¡Gilipollas!
Se fueron acercando cautelosos hasta la ventanilla. Los dos cuerpos de los rubios estaban en la parte trasera amontonados y envueltos en sangre.
— ¡Mirad, parece que uno de ellos todavía tiene aliento! -dijo un hombre de sombrero de paja y largos bigotes señalando a Dave.
El sonido de un motor lejano alertó a algunos de los hombres. Se fueron yendo ladera arriba hasta sus puestos en la cinta transportadora. Miraban recelosos hacia el automóvil que llegaba aunque ya estaban lejos.
Se detuvo un Santana militar de unos treinta años. La pintura estaba saltada sobre la tapa del motor al igual que una de las puertas presentaba una abolladura de consideración. Se apearon dos hombres.
— ¡Se acabó el circo! ¡Cada mochuelo a su olivo!
Dijo con autoridad un tipo con coleta y tatuajes en ambos antebrazos dirigiéndose a la media docena de hombres que, a distancia, todavía rodeaban el accidente.
En pocos segundos desaparecieron todos en diferentes direcciones.
El hombre de la coleta sacó una maroma del maletero del coche militar y se la lanzó al otro.
— ¿Los fiambres? -preguntó este, un hombre enteco con gafas de sol.
El otro sacudió la mano con celeridad.
Ató la cuerda al marco de la puerta del auto. El de la coleta movió lentamente el Santana hasta que la cuerda se tensó terminando por levantar el Land Rover. Se escuchó el sonido de los cuerpos removiéndose dentro del habitáculo y un lastimoso lamento. Siguió acelerando hasta que el vehículo remontó la pendiente para quedar sobre las cuatro ruedas en la carretera.
— Hay uno vivo, Lu -dijo el flacucho, mirando a través de la ventanilla.
Lu se bajó del auto con determinación. Le dijo al otro que fuera desanudando la maroma mientras él sacó a empellones los cuerpos de los rubios. Sobre el cochambroso asfalto los examinó con actitud indiferente. Movió con el pie a Dave que boqueaba en un jadeo. Después le pateó la cabeza con obstinación hasta que su cara fue una bola rojiza. Observó la idéntica mueca en el rostro de los dos cuerpos tendidos y su total inmovilidad.
— Ya no hay ninguno vivo, Joe -gritó satisfecho- El que faltaba acaba de estirar la pata.
— Mala suerte. -contestó Lu, guardando la soga en el Santana.
A patadas llevó los cadáveres hasta el filo del arcén para dejarlos caer al fondo del terraplén. Luego se encaminó al Land Rover. Accionó el contacto y el vehículo respondió.
— Me llevo este trasto al asentamiento -dijo al otro desde la ventanilla- Haz la ruta y comprueba que todo marcha bien en nuestros vertederos. Llámame si hay alguna novedad. Te espero para comer, ¿ok?
Joe le mostró el pulgar hacia arriba y salió disparado en el coche. Lu, dando un brusco volantazo, tomó dirección contraria. Uno y otro, apoyado el codo sobre el marco de la ventanilla, iban silbando una melodía mientras veían pasar las incombustibles cintas transportadoras vomitando sobre los montones al igual que otros muchos días. Sobre ellos, el cielo seguía hermético, indisoluble, manifiesto en una retorcida advertencia como una costra acerada.