La montonera de cartones se ensancha en el muelle entre detritos. Cajas de diferentes tamaños se embadurnan con fluidos de distinta textura, olor y color. Las marcas comerciales de los productos que contuvieron los envases pasan ante nuestros ojos como un interminable anuncio al que ya no importa el impacto de su consejo, una prédica a mediodía en un desierto. Un hedor a cloaca alimenta el aire desde una enorme rejilla en el suelo; me fijo cómo se desangra la montaña de cartones, desde su epicentro invisible, en un delta inmundo escurriendo al sumidero. Acharolado el caudal, arrastra su densidad brillando al tibio sol de Enero.
A menudo hago esto y otras cosas para ayudar, es verdad que levemente, al salario que lleva Ana a casa con sus clases. Me lo sugirió Fermín, amigo de infravivienda de Nemesio Acebal, tomando un café en el bar Prieto. Tenían una especie de contacto en el centro comercial y siempre les avisaba, prácticamente todos los finales de mes, cuando se decidía una limpieza a fondo del almacén central. Se llenaba el patio del muelle de cajas de cartón para que las fuéramos plegando en fardos que ajustábamos con cinta de embalar. Mi labor fundamental, aparte de ayudar a desbaratar cajas, era llevar a la chatarrería los paquetes en la furgoneta que me prestaba Pepe, el mecánico. Ni Nemesio, ni Fermín tenían carnet de conducir, lo tuvieron, en honor a la verdad, pero llegó un punto en su vida en que se les hizo imposible renovarlo, y yo, a medida que se iba llenando la furgoneta, daba viajes a la báscula de Tomás "conejo", el chatarrero, para ir pesando la ganancia.
En este momento, sobre las diez de la mañana de un día soleado de Enero, tomamos un bocado recostados sobre el morro de la furgoneta. Me encanta ver la explosión del apetito en estos dos pobres jubilados, desheredados de casi todo y, sin embargo, felices en su limbo optimista. La avidez de sus bocados, la fijación plena en su bocadillo emergiendo entre el caparazón de sus uñas renegridas, el trago largo al cartón de vino barato, su conversación escasa sin dobleces, me hacen sentirme entre auténticos compañeros embarcados en una tarea que cambiará el mundo, o seguramente no. Nemesio mastica ruidosamente siempre inmerso en esa media sonrisa que le desvincula de su alrededor. Fermín, tal vez de mayor edad, pasados los sesenta y cinco calculo, se adentra en un perfil serio cuando come, solemne, religioso, diría yo, que rompe cuando habla y llena su rostro de múltiples arrugas alrededor de su boca casi desdentada. Lo más común entre los tres es que cubrimos nuestra cabeza: yo con mi sobado sombrero, Nemesio con su gorra de paño escapando su onda de cabello canoso y Fermín con su gorro de lana al que no le falta el enhiesto pompón.
- Buenos días, una cosa tengo que advertirles.
Con paso decidido, se acerca a nosotros un hombre vestido de verde y enfundado con unas botas de agua. Su espeso bigote posee un grotesco paralelismo con sus cejas pobladas y casi juntas.
- No dejen restos de comida en el muelle - nos dice al llegar a la furgoneta con una sobrada autoridad- que se nos llena esto de ratas. No vayamos a jeringar el negocio y se corte el manantial de raíz, ¿eh?
- No se nos ocurriría ensuciar algo tan limpio, caballero. -le contesto sonriendo, sin disimular la ironía.
Me escudriña severo, aguantando algo que le quema en la boca.
- Hay empresas -dice al fin, centrándose en mí- que estarían encantadas haciéndose cargo de estos cartones y con menos......espectáculo.
Todo ufano, da media vuelta y se larga por dónde ha venido.
- En cualquier caso, perdone señor.
Le digo a su espalda.
- ¿Florecen los...los...polí...ticos por generación espon....espontáaanea?
Pregunta Nemesio desde el impenetrable mirada.
- Conocí a su padre -nos cuenta Fermín, sacudiéndose unas migajas de su boca de tortuga- , vendía melones y sandías en un tenderete al lado del Parque de las Cruces. Era un buen elemento, un tío legal, un ganapán corajudo que mercadeaba sin trampa ni cartón.
- ¿Flore...florecen....K?
Nemesio sigue con su cuestión. Se me ha acercado un poco dibujando su sonrisa bobalicona en su rostro abatido.
- Claro que no, Nemesio. -le contesto, rebuscando el tabaco en mi cazadora- Siempre son una consecuencia.
- Y que tú lo digas -apuntilla Fermín, sin saber a ciencia cierta de qué se habla.
- Claro, cla...claro -dice Nemesio como para sus adentros- Eres grande, aaamigo.
- No digas gilipolleces -digo- Lo que soy es otro cantamañanas.
Se ríen. Fermín me alarga el brick del vino y, aunque me da escalofríos volver a catar ese mejunje agrio, doy un trago tratando de no respirar.