Me mareo: es abrir la prensa a primera hora de la mañana, tomándome ese primer café del día, y ya me siento abrumado por las noticias. Se ve que con la edad la negra tinta de los titulares le resulta a mis neuronas tan letal como el transparente alcohol a mi hígado. Conjeturas -me digo para darme ánimos. No me rindo y sigo adelante, página a página, intentando desgranar los recovecos de la realidad plasmada por la rotativa. Parsimonia le llamaba así antes, a esa primera lectura matutina. Ahora no, ahora le llamo café con leche de tornasol envenenado.
Sucesos de barrio y politiquerías de baja estofa notifico con acuse de recibo a mis adentros. El ser humano hecho frases lapidarias y disfrazadas de ética urbana: "hasta que la sentencia no sea firme prevalece el derecho a la presunción de inocencia". O sea: «Es de los míos, idiota, ¿o no te enteras?» La paja y la viga en su enésima manifestación. La fuerza centrípeta se empeña en disolver el azucarillo y mis emociones: malditos energúmenos estamos hechos. Ahora hago como mi padre, subrayo o tacho con bolígrafo lo que más me llama la atención de los periódicos: lo bueno y lo malo, lo estúpido y lo más estúpido todavía ¡cómo te entiendo, viejo, no te lo puedes ni imaginar!
Patadas en las espinillas, piruetas de saltimbanqui, el todo vale, el mundo está en buenas manos: en las nuestras, claro ¿dónde si no? No me conformo con lo que veo: el plumilla al que lo delata el plumero, el reporter meritorio, el relleno insustancial y la estadística con gráficos. No hay peor mentira que la envuelta en la aparente verosimilitud de unos croquis a todo color. ¿Qué coño me importa a mí, o a ti, ese cero coma cinco por ciento del peibé, si no hay para un filete con patatas? Pues me, nos, importa un cero por ciento o menos. Esbozo una mueca amarga: es el daño colateral que están sirviendo los churros en la barriga. Estoy por escribir aquí mismo, en la sección de Cartas al Director, y quejarme de todo: "Señor Director: Me quejo de la vida y de sus pobladores. Atte. Su seguro servidor". Ya está, tan sólo imaginándomelo me he quedado más ancho que pancho. Alivio efímero: un par de pestañeos y retorno a la casilla de salida: página dieciséis, sección Local.
«Tranquilo, yo ya he pasado por eso: son cosas de la edad» afirma Félix con la displicencia de quien pretende pasar por sabio conociendo al dedillo sus limitaciones. Intento convencerlo de que últimamente no me aguanto ni a mí mismo, para ver si se conmueve y deja de darme la tabarra, pero pontifica como un doctor en pleno diagnóstico áulico: «claro, claro, clarísimo, estás en el tránsito de la estupidez al sosiego». Ya ni siquiera le presto atención: me ensimismo en mi actual madeja de frases sin sentido.
De vuelta a casa, la tele vomita lo mismo: verdades serviles y modosas en beneficio de quien está al mando. La forma mutante es el disfraz de la sustancia, que permanece intacta, inalterable, vigente, desde siempre, o incluso desde antes, si cabe. «No es el café, no es el periódico, no es la tele; soy yo, que no sé sobrellevar el día a día y cada vez me cuesta más», le confieso a Ayla, quien sí me escucha y cubre mi piel con su mirada tierna rubricada con un beso carnoso en medio de su silencio, el auténtico, el de amante sutil y sin urgencias.