Aunque sus ropas estaban empapadas y manchadas de barro, tenían el pelaje de ser costosas. Su chaqueta rústica caqui, con el cuello marrón de pana, tenía la marca Burberry a la altura del pecho.
Les daba la espalda calentándose y frotándose las manos con vigor sobre el radiador eléctrico.
— Perdonad que os dé la espalda, pero es que tengo el frío metido hasta el tuétano.
Dijo con voz trémula.
Tendría unos treinta y tres o treinta y cuatro años a lo sumo, un rostro agraciado, muy viril, y un corte de pelo a la moda; un mechón de su flequillo bamboleaba sobre su frente ante cualquier movimiento suyo.
— Tendrías que cambiarte de ropa -dijo Aurora acercándosele- Pero en esta casa ropa de hombre hay poca.
Lauro soslayó a la mujer más irritado de lo que estaba.
Por cortesía impuesta, sugirió al joven ir a su casa para prestarle ropa seca.
— Vivo aquí al lado, no es molestia ninguna.
Añadió Lauro buscando el rostro del joven.
Como no podía ser de otra manera, Aurora se echó por encima una gabardina y les acompañó hasta la casa de Lauro. Llovía a cántaros y la oscuridad era absoluta.
El joven se llamaba Álvaro y les contó que había sido víctima de un atraco a la salida de una casa de apuestas que había junto al cruce de la avenida. Tres individuos le robaron el móvil, el reloj y la cartera no sin antes darle una buena ensalada de golpes. Se había puesto una camisa de cuadros bajo un jersey azul marino y unos pantalones vaqueros de Lauro. La ropa le quedaba algo grande, pues el cuerpo de Lauro distaba bastante de la esbelta figura del joven, pero estaba seca y limpia.
— ¿No estarás herido de gravedad? -preguntó Aurora, sentada ya en uno de los sillones del salón comedor.
— No, no, son sólo rasguños sin importancia -dijo el joven con su timbre de voz educado- Lo que sí les pediría es que me dejaran llamar por teléfono. Necesito avisar a mis padres.
— Lo que también tendrías que hacer es ir a la comisaria a denunciar el robo.
Dijo Lauro, tendiéndole su teléfono móvil.
— ¡No, no! -contestó tajante para, luego, templar la voz- Ha sido algo sin importancia. Lo que llevaba encima era todo superfluo.
Álvaro se fue hacia la cocina mientras tecleaba en el aparato.
El ordenador, tras el sillón donde reposaba Aurora, estaba encendido zumbando sus tripas en murmullos de chips, mostrando en el monitor una página a medio terminar. Lauro fue hacia él raudo y apagó la pantalla. No estaba acostumbrado a visitas de ninguna clase.
— Parece buena persona ¿verdad? -dijo la mujer arrellanándose en el sillón- Vaya susto que les va a dar a sus padres.
Lauro sacudió la cabeza en lo que podía ser un sí o un no.
Aurora le contó una historia de una amiga que había sufrido un atraco y que le costó varios días en el hospital.
Él se había sentado sobre el respaldo de la butaca de enfrente y asentía distraído a la charla de ella.
Cuando regresó el joven, Aurora propuso tomar un café "bien calentito".
— ¿Qué tal lo han tomado tus padres? -preguntó Lauro ofreciéndole asiento.
— Bien, bien. El asunto es que yo estoy bien y, por supuesto, gracias a vuestra generosidad.
Álvaro había recuperado el color y, una vez aseado, resplandecía su rostro lozano como si nada hubiese ocurrido. Su ropa demasiado holgada la llevaba con una elegancia natural que parecía hecha a su medida.
Tomaron café con unas rosquillas que Lauro compró de oferta en el super del barrio. Le gustaban para liquidar pronto el trámite del desayuno, sin embargo sus insospechados invitados tenían la intención de dejarle sin el avituallamiento.
—…Es que el barrio se ha vuelto muy inseguro desde que gobiernan los que gobiernan, antes daba gusto. -decía Aurora escudriñando el perfil varonil de Álvaro.
El joven observaba atento los libros que se amontonaban por las paredes y por el suelo. Soslayaba el silencio de Lauro, pasando por alto la conversación de la mujer, y parecía compararlo con la ingente cantidad de libros que llenaban la estancia.
— Seguro que a Álvaro le interesa bastante poco la inseguridad del barrio -espetó cortante Lauro.
Aurora irguió la cabeza e hizo un mohín con la boca.
— No me malinterpretéis, no es eso -dijo Álvaro. Luego abarcó con sus brazos la habitación- Es que me alucina la cantidad de libros que hay en esta casa. Creía que la casa de mis padres era el lugar donde crecían los libros por sí solos, pero esta casa no se queda corta.
— Siempre me gustó leer, Álvaro. -contestó con una sonrisa de agradecimiento.
— Y, fíjate, hasta escritor -añadió de seguido Aurora- Puede decirse que ahora se ha hecho escritor.
Lauro era muy celoso con algo que él casi consideraba secreto. No le agradaba que cualquier desconocido conociera su dedicación; tal vez se sintiera cohibido, avergonzado, acaso.
— Bah, poca cosa. Desde que dejé mi trabajo me ha dado por escribir. -dijo Lauro con los ojos bajos.
Se levantó del sillón y fue, incomprensiblemente, a mirar por la ventana. Deseaba quedarse solo.
— Escribe una novela y, por lo que lleva entregado a ella, debe ser extensísima.
Aurora reclamaba la atención del joven y no dudó en contarle lo que más le dolía a su vecino.
— Imagínate que lleva encerrado aquí tres largos años dándole a las teclas del ordenador. ¿No te parece que es mucho tiempo? Se enfada conmigo porque se lo digo.
Lauro se giró y fue directo hacia ellos. Una fijeza colérica le impulsaba directo hacia su vecina.
— ¡Qué casualidad más acojonante! -exclamó Álvaro unos instantes antes de que llegara a ellos- ¿Tienes ya editor para esa novela? Joder, mi padre dirige una editorial. Parece que el destino me ha traído esta tarde lluviosa de domingo. Tienes que conocerle, tío.
Lauro se quedó petrificado. Trataba de sonreír pero su rostro esbozaba una mueca infantil, de tremenda inacción, una turbación que le paralizaba y, contradictoriamente, le impelía a huir a toda prisa.
— Os diría más: que os parece si el próximo sábado os pasáis los dos a comer por casa de mis padres. Estarán encantados de recibir a las personas que han salvado a su hijo, además de conocer a un potencial escritor. ¡Será una pasada!
El joven se había incorporado para ir hacia Lauro y sacudirle por los hombros con efusividad.
Aurora también se unió a la celebración y gritó un "siiiiiiii" estridente dando un par de saltitos.
Lauro, paralizado, no abandonaba el gesto bobalicón. Sentía como el sudor le corría por la espalda y tuvo que hacer un gran esfuerzo para no llorar; igual que si se hubiera desmoronado parte del mundo a su alrededor.