Res publica: Antropocentrismo y coronavirus

26 de octubre 2020
Actualizada: 18 de junio 2024

Desde el principio de nuestro tiempo, las posturas idealistas dominadas por una fuerte visión dogmática se han encargado de crear sus propias interpretaciones acerca de todos aquellos fenómenos que salen de su rango de percepción o entendimiento

Desde el principio de nuestro tiempo, las posturas idealistas dominadas por una fuerte visión dogmática se han encargado de crear sus propias interpretaciones acerca de todos aquellos fenómenos que salen de su rango de percepción o entendimiento. Allí donde la Razón no podía llegar o se consideraba peligroso su ejercicio se levantaba un Dios que cubría ese vacío explicativo y se situaba en el centro del Universo (teocentrismo) rigiéndolo todo, incluido las relaciones humanas.

A principios del siglo XVI, ya en el Renacimiento, surge en contraposición, en principio, a esta visión de la realidad, el antropocentrismo. En ella se sitúa al ser humano como medida y centro de todas las cosas. Si bien es cierto que los cambios generados durante esta época están más encaminados hacia una postura humanista, en la que la voluntad del hombre se establece como cimiento de su propia libertad, como veremos a continuación, en seguida, empujada por el triunfo del liberalismo en el terreno de lo económico, se transforma en una visión ególatra y anticientífica apoyada en las posturas de la filosofía idealista más conservadora.

La crisis del antropocentrismo la podemos centrar, en mi opinión, en el estudio de tres gigantes del pensamiento que a través de sus investigaciones y su intelecto desmontaron esa visión del ser humano como el valor supremo del Universo.

El primer golpe a esta visión vino de la mano del astrónomo polaco Nicolás Copérnico con su teoría heliocéntrica, quién se aventuró a demostrar que la Tierra, lejos de ser el centro del universo, no era sino un planeta más que giraba en su órbita alrededor del Sol, en lo que sería llamado, a posteriori, sistema solar. Una frase del escritor alemán Wolfgang von Goethe refleja a la perfección la enorme repercusión que aquel descubrimiento tuvo en las mentes de la época: "Apenas el mundo había sido considerado como redondo y completo en sí mismo, cuando se le pidió que renunciara al tremendo privilegio de ser el centro del universo. Quizá nunca se haya hecho una petición tan exigente a la humanidad, ya que, al admitirla, tantas cosas se desvanecerían en humo y niebla."

El siguiente vino de la mano de la publicación de El origen de las especies de Charles Darwin en 1859. Habiendo sido asumida la idea de que la Tierra estaba lejos de ser el centro de nuestro universo, la idea de un proceso evolutivo natural postulado por el darwinismo representó el golpe más fuerte hasta hoy en día para el ego de la raza humana. Más aún cuando, en su formulación más elemental, la teoría de la evolución de Darwin asegura de manera fehaciente que los ancestros inmediatos del hombre se encuentran en un ser de extremada similitud al simio. Tal revolución y conmoción supuso esa visión de la vida como proceso evolutivo, que incluso a día de hoy muchas escuelas en el mundo prohíben la enseñanza de sus tesis.

Por último, deberíamos citar a Sigmund Freud, quién a finales del siglo XIX, en plena época victoriana tuvo el valor de enfrentarse a las buenas costumbres que se entremezclan con la doble moral. Hablar de trastornos psicológicos relacionados directamente con la niñez y su sexualidad representaba no sólo un cambio de paradigmas en la percepción de lo que hasta ese entonces era el último baúl de la inocencia; también ponía en entredicho la capacidad que el hombre puede llegar a tener para controlar plenamente su propia conducta, es decir cuestionaba el último bastión que hacía único al ser humano: su libre albedrío. La idea del subconsciente expuesta por Freud nos lleva a replantearnos cuál es el grado real de control que podemos tener sobre nuestros más profundos deseos.

Las investigaciones de los últimos tiempos no han hecho más que profundizar en estas heridas abiertas al antropocentrismo. Así, hoy sabemos que nuestro planeta no es más que una parte infinitesimal de un Universo que se expande infinitamente. Los avances en genética no han hecho más que confirmar las tesis darwinistas y profundizar en ellas, de tal manera que hoy podemos decir que toda la vida en la Tierra evolucionó a partir de seres unicelulares como las bacterias o las arqueas. Y en cuanto al inconsciente, todos los estudios de neurociencia apuntan, si bien en un sentido diferente al enunciado por Freud, a que consiste en un conjunto de respuestas programadas por la selección natural que tienen ventajas adaptativas desde el punto de vista evolucionista. Es decir, nuestro organismo, como el de todos los animales, incluye una gran cantidad de conducta refleja y automática, controlada por el cerebro, de la que apenas nos percatamos. Además, sabemos, ya hablamos de ello en otro artículo, que ese bien tan preciado por los seres humanos como es la conciencia está tan bien presente en la mayoría de los animales que nos rodean, si bien de una manera más primitiva.

Sin embargo, todos estos hallazgos en vez de conferir más humildad al ser humano en cuanto a su lugar en el Universo fueron fundamentalmente ignorados durante la modernidad, debido a que en su transcurso la humanidad alcanzó cotas de desarrollo tecnológico y productivo jamás imaginadas, lo que provocó que no pocos pensadores adscritos a la corriente del liberalismo, y más aún dentro del neoliberalismo, atribuyesen al hombre capacidades cuasi divinas que lo convertían en amo y señor de la Naturaleza.

Pero he aquí que aparece en escena el coronavirus recordándonos una vez más nuestra frágil y finita naturaleza; nuestra existencia como un elemento más dentro del orden natural; y lo hace tras décadas de neoliberalismo como ideología dominante en la que se impone la visión de un ser humano atomizado, en competencia constante con sus semejantes, donde cada cual está llamado en adelante a concebirse y conducirse como una empresa, una "empresa de sí mismo" como decía el filósofo francés Michel Foucault.

A día de hoy, aún muchos humanos asisten perplejos a ese despliegue de drama y sufrimiento ocasionado por una minúscula hebra de ARN, tras años y años de bombardeo de mensajes de autoayuda enunciados desde los altares de los gurús new-age tipo Paulo Coelho: "la causa primaria de la infelicidad nunca es la situación, sino tus pensamientos sobre ella"; "tú controlas tu propio destino"; "cuando haces lo que más temes, puedes hacer cualquier cosa"… ¿Cómo conciliar el poder destructivo de algo totalmente ajeno a mi voluntad como el comportamiento de un virus con la idea de que yo controlo mi destino sin importar las circunstancias?

Evidentemente no hay conciliación posible ya que la segunda idea no es más que pensamiento mágico que carece del más mínimo realismo. Sólo aceptando nuestra fragilidad, siendo conscientes de nuestra condición: una rama más en el árbol de la Vida en continua interdependencia con los demás seres, respondiendo a la necesidad ineludible de establecer redes de apoyo mutuo y cooperativo si queremos garantizar nuestra propia supervivencia como especie, podremos enfrentarnos a este y a otros desafíos futuros. Sólo conociendo el ser podemos definir el deber ser. Y eso no vendrá de la mano de los Trump, Bolsonaro o Ayuso de turno pues su concepción ideológica del mundo, además de anticientífica, es totalmente incompatible con la Vida.