Siempre hay cadáveres prescindibles (Parte 10ª)

14 de marzo 2023
Actualizada: 18 de junio 2024

Era cierto que la parada del bus te dejaba en la Avenida de Viñuelas y bastante cerca del restaurante Francachela. K. lo divisó al poco de echar a andar tras bajarse del vehículo. Una bocacalle sin salida, que seguía la numeración de la propia avenida, se alumbraba al fondo por unos farolillos de luz amarillenta

Era cierto que la parada del bus te dejaba en la Avenida de Viñuelas y bastante cerca del restaurante Francachela. K. lo divisó al poco de echar a andar tras bajarse del vehículo. Una bocacalle sin salida, que seguía la numeración de la propia avenida, se alumbraba al fondo por unos farolillos de luz amarillenta. Aunque no podía precisar el nombre impreso del sitio, a causa de la niebla, que colgaba oscilante de un pedazo de madera barnizada, intuyó que se trataba del lugar que buscaba. La noche era auténticamente de perros: niebla, viento frío, que alejaba la posibilidad de lluvia, y cielo encapotado que refulgía grisura como el armazón de un caza de guerra.

K. se subió el cuello de la cazadora y se ajustó el sombrero para que no saliera por los aires. Eran cerca de las ocho de la tarde con lo que le pareció temprano para entrar. Necesitaba que el local estuviera concurrido para ver el percal e intentar atar algún cabo. Salió del callejón y enfiló la manzana que rodeaba al restaurante. Era una zona básicamente residencial. Bloques de pisos, todos con garita para portero, escalonaban las calles. No parecían edificios que habitaran gente adinerada (construcción adocenada de ladrillo visto, terrazas y ventanas con aluminio sin lacar y portales neutros de espartana decoración), daban la sensación ser hogares para funcionarios de nivel medio o pequeños emprendedores con ínfulas de magnates. Había un bulevar ajardinado que partía la avenida por el ve se veía a algún can olisqueando bajo la distraída mirada de su dueño. No observó atisbo de bar alguno o tienda de lo que fuere, las edificios carecían de espacios para locales. Aunque era viernes, la soledad de la avenida y calles adyacentes era notoria, salvo ocasionales peatones de paso apretado. Algún que otro automóvil surcaba la niebla en contraste con numerosas motos de potente cilindrada que espantaban el paseo manso de los canes. Tanto el asfalto como las aceras rutilaban empapados en niebla. Entre dos farolas, camuflado entre la copa de un árbol, vio un dron. Era muy extraño volver a ver aquellos aparatitos (por Carabanchel hacía años que no se observaban) desde que regresó la izquierda al poder. No eran necesarios ya, bastante vigilaban a todos desde los móviles, Internet o desde la innumerables cámaras de bancos, tiendas o edificios oficiales. El gobierno dijo que era un gasto inútil, por invasivo y grosero, y eso que fueron ellos, los izquierdistas, los que comenzaron a emplearlas. K. se movió adrede más a la derecha para ver si el dron seguía su ruta. Nada. Podría ser que fuera financiado por alguna asociación de vecinos de Tres Cantos o alguna comunidad de propietarios. Qué más daba.

Al doblar el esquinazo de la manzana urbana, K. se detuvo para escudriñar un letrero que le llamó la atención. Una puerta de chapa, mal pintada y moteada de herrumbre en los goznes, daba acceso a un sotanillo cuyas ventanas daban al nivel de la acera. En lo alto había incrustado un letrero burdo en el que se leía: HERALDOS ESPAÑOLES. Estaba en los bajos de una edificación que parecía más antigua y humilde que lo visto hasta ese momento. Era un edificio de corte más vulgar, podría decirse que casi proletario por el revoco ajado de su fachada y unas ventanas que en su mayoría todavía conservaban su hechura de hierro, además no se veía sitio para ningún portero. Sobre la maltrecha puerta se adherían tres o cuatro pegatinas que K. tuvo que acercarse para poder leerlas. "España unida sin autonomías"; "Una lengua, el castellano; un deber, Dios y patria" y otra de más grandes dimensiones: "Extranjeros sin trabajo al carajo". Se agachó para comprobar por los ventanillos que adentro todo estaba a oscuras, en silencio, tan solo el rumor del letrero que golpeaba, movido por el viento, sobre la fachada del edificio.

— ¿Quién es?

Era una voz anciana que hablaba al interfono vociferando.

K. había llamado al bajo derecha, las ventanas que estaban justo por encima del local. Preguntó que si sabía cuando podía encontrar a los Heraldos Españoles, esos del local que había debajo de su piso.

— ¿Esos liantes? -siguió la vieja desgañitándose- Los he denunciado tantas veces por sus ruidos como años tengo. Hum… Suelen estar los jueves por la tarde y algunos sábados y domingos. ¿No será usted alguno de ellos, verdad?

K. estaba retirado del portero automático por la estridencia de la voz por lo que tuvo que acercarse.

— No, señora, soy un periodista que desea hacerles un reportaje.

— Pues ponga que la vecina de encima de ellos está hasta el último pelo de ellos y su jaleo.

— ¿Tan folloneros son?

— Cantan himnos, canciones de esas en grupo. Pero lo peor es cuando les vienen a tocar las narices.

— ¿Hay líos?

La persiana del bajo derecha se enrolló y la anciana se acodó sobre el poyete de la ventana.

— Tiene usted pinta de periodista -dijo ella, dándose un retoque en la permanente y sonriendo- Verá usted, de vez en cuando vienen jóvenes y no tan jóvenes a darles camorra a estos -apuntó con un dedo acusador al letrero del local- Se conoce que antes les han hecho algo malo a esos que vienen y, lógicamente, vienen a sobarles el morro. Hay peleas, rompen papeleras, el seto lo dejan hecho un asco y todo lo que se les pone por delante lo arrasan. Acude la policía, sí, pero como si nada. Bah, mucha formalidad, papeleos, detenciones y al otro día campan por aquí como si nada. Y no sólo el ruido que arman, mire usted, el cristal de la puerta del portal lo hemos cambiado ya un montón de veces por los líos de estos…. fachas. Sí, sí, fachas. – mencionó bajando la voz- Eso me lo dice mi hijo cuando viene a comer los domingos. "Son fachas, mamá, y esos lo que quieren es resucitar a Franco". ¿Me entiende?

La vieja abrió las manos cuando hizo la pregunta.

K. asintió varias veces.

— Claro, señora, por eso quiero hacerles la entrevista.

— Pues ándese con cuidadito que son violentísimos. Se lo dice esta pobre vieja que ha visto de to en la vida.

Le dio las gracias y marchó calle adelante.

— ¿En qué periódico sale la entrevista? -preguntó la anciana de forma perentoria.

— Es un diario digital, señora, de esos que sólo se pueden ver por Internet.

— ¡Vaya por Dios! Malditas máquinas de mierda.

K. siguió la vuelta a la manzana apurando un par de cigarrillos antes de entrar al restaurante. A la derecha del callejón había una terraza de verano, justo frente a Francachela, con unas mesas y sillas baratas apiladas y atadas con unas cadenas sobre un terreno alisado con arena de río. Un toldo, que en los días de buen tiempo se desplazaría por una estructura que le permitiría ser movedizo, estaba recogido y atado en los soportes más cercanos al restaurante. Varios coches, aparcados sobre la acera del callejón, hicieron dificultosa la entrada a K.

Empujó una gruesa puerta de estilo castellano antes de penetrar en el local. Había poca clientela todavía en las mesas y dos o tres personas en la barra. Un camarero de barra le saludó en segundos. "Una jarra de cerveza, por favor", le dijo K. yéndose a sentar sobre un taburete de madera.