Apenas dio una cabezada en el resto de la noche, se duchó en el baño común de la pensión y se puso la camisa nueva que compró en Carrefour. Era de rayas finas negras bajo un fondo blanco. Antes de salir, en el espejo cuarteado, se vio aceptable con los vaqueros de costumbre.
— Menudo pestuzo a colonia -dijo la señora Hilaria desde la puerta de la cocina-comedor restregándose las manos sobre la bata- Anda que no le arriendo las ganancias a la que tenga que aguantar la peste a tabacazo y cervecitas to revuelto.
K. se llevó la mano al ala del sombrero saludándola.
— No se avinagre tanto por mí, señá Hilaria, que se le recalcan de más las patas de gallo.
Le dijo antes de cerrar la puerta.
En el bar Liu había poca clientela en la barra aunque más que en las mesas cuyo único habitante era Baldomero removiendo un café frente a unos churros humeantes.
— ¡Huyyy, señol K., -gritó Pepín tras la barra- mal día hoy vielnes! El señol Baldomelo está cableado como mona. Uffff
El chino guiñaba los ojos a K. mientras agitaba intensamente los dedos de una mano en dirección a Baldomero.
— A ti no te han pegao una hostia a tiempo, Pepín. –contestó el aludido mojando un churro en el café- Cualquier día me planto una diadema y te hago el harakiri, mamón.
— Muy mala baba el señol Baldomelo.
K. fue a la mesa e hizo una seña a Pepín para pedir el mismo desayuno.
Baldomero masticaba mirando a K.
— Anoche cogorza ¿no? Menuda cara muerto paseas.
K. hizo un gesto indiferente y cogió un pedacito de churro.
— Te invito a cenar el sábado por la noche -le dijo de sopetón a Baldomero.
No se inmutó, siguió masticando y mojando los churros.
— Como hoy nos ingresan la paga -dijo K.- y vendrá con los atrasos de la subida del salario mínimo, tengo el gusto de invitar a ese amigo al que le debo cincuenta pavos. Irrechazable ¿no?
Baldomero miró por el ventanal del local cómo una vecina de enfrente sacudía una alfombra. Luego posó sus ojos azulados y llorosos sobre el otro.
— Ayer te fuiste a seguir con tu manía ¿a qué sí? -K. asintió al vuelo soslayando la bandeja sobre la barra con su desayuno listo- Bueno, a mí me la sopla. Si te metes en líos que te ayude el padre Domingo Ortega. ¿Me escuchas?
Pepín llegó con la bandeja y colocó la taza y el platillo con los churros con encomiable soltura. Hizo una reverencia bufonesca antes de retirarse de la mesa.
K. soltó una carcajada que el chino agradeció con una pícara sonrisa.
— Sí, riele las gracias a este Fumanchú que nos toma el pelo a todos los desgraciaos que entramos en su bar. Ay, si tú estuvieses a mis órdenes en el bar Prieto. Se te iban a quitar las ganas de cachondeo porque te iba a hacer sudar tinta. ¡Tinta china!
Pepín, ya tras la barra, hacia como que no escuchaba, sin embargo dijo aquello que tanto molestaba a Baldomero: "Fachamelo Plieto I, tilano de Calabanchel".
— Te ibas a enterar tú y tu guasa oriental.
Después de desayunar K. le contó su intención de ir a hacer una visita a su antiguo conocido, Eduardo Martos, un librero que tenía un local por Cuatro Caminos. Le contó lo del policía y el relato de su novia.
— Me imagino que a Gustavo le has puesto sobre la pista de la muerte de Mésio. Tú a tu rollo y de paso le hago un favor a la novia para contentarle.
K. no deseaba entrar a la gresca. Tenía ganas de fumar y por eso le sugirió que se fueran. "Hasta que lleguemos allí tenemos un trecho en metro."
Se levantaron. Baldomero iba remolón, elevando los ojos al techo mientras se abrochaba la rebeca burdeos.
— Tanlta paz llevéis, como delscanso deljáis -dijo el chino a sus espaldas envuelto en una risita nerviosa.
Baldomero le hizo una peineta antes de salir del bar.
Bajaron hasta la calle Alfredo Aleix para atajar en dirección a la estación de metro. Iban sin hablar: Baldomero con su andar oscilante y K. fumando. Cuando atravesaron la calle, una algazara les hizo detenerse. El barullo estaba en torno a la administración de loterías y quinielas. En la puerta del establecimiento discutían de forma acalorada rodeados de un grupo de curiosos. Marga, la dueña del negocio, estaba unos pasos adelantada increpando. Sin mediar palabra fueron los dos al lugar.
Un hombre joven, en medio del alboroto, desafiaba a todos con ademanes petulantes.
— Mira quién es, -dijo Baldomero- el de siempre, el hijo de la señora Rosa.
Baldomero apartó a Marga y se abrió paso hasta donde estaba el joven y con decisión le espetó un par de gritos.
El tipo, un hombre metido en la treintena, con el rostro muy curtido por el sol y varios dientes perdidos, le escudriñó iracundo. Tomó a Baldomero por una de las solapas de la rebeca y alzó el puño ante el griterío de los demás. En lo alto, K. le sujetó la muñeca. El hombre se sorprendió y soltó a Baldomero, pero siguió en su empeño apretando los pocos dientes que le quedaban. K., concentrado en su mano, se empleó con esa mirada virulenta que tan buenos resultados le dio siempre. Al final el hombre emitió un quejido y bajó el puño. Se tocaba la muñeca dolorido.
— Es que el menda -decía Marga con el rostro colorado- se empeñaba en cobrar un boleto que no tenía premio. Me decía que o le pagaba o prendía fuego al local con ese mechero de mierda y la lata de gasolina pa mecheros que está ahí tirá.
Una lata pequeña de gasolina refinada se vaciaba tirada junto a la puerta de la administración.
— Anda, tira pa tu casa, desgraciao, que tu madre no tiene la culpa de na.
Le dijo Baldomero dándole un empujón. El joven, sujetándose la muñeca, se alejó renqueante y murmurando calle arriba.
Se trataba de el Jóse, un drogadicto que no paraba de dar disgustos a su madre a base de broncas en el barrio.
— Desde que murió el señor José no hay quien haga carrera de él. Y con lo joven que es. ¡Me comía yo el mundo a esa edad! -exclamó Marga, dirigiéndose a Baldomero.
Marga era viuda desde hacía más de una década. Regentaba ese negocio siguiendo la tradición de su difunto marido y antepasados. Era de baja estatura, regordeta, con unos ojos grandes y expresivos que parecían abarcarlo todo. Su pelo rizado lo recogía en una sempiterna coleta que, estirada sobre su espalda, asemejaba un escobón de ramas para recoger hojas secas.
— Venga, que te invito a un café porque le has echao guevos….. – le dijo a Baldomero tomándole del brazo- Ah, claro, y a tu colega K., por supuesto.
Pronto se disolvió la zapatiesta. Se dirigieron al bar Rubí, frente al local de las quinielas, cuando K. prefirió seguir su camino.
— Venga, leche, que van a ser dos minutos -le dijo Baldomero.
— Que no. Así os dejo a vosotros que habléis de vuestras cosas. Además, en serio, tengo prisa. Ya te cuento luego, Bal.
A Marga no pareció importarle porque tiró del brazo de Baldomero metiéndolo en el bar.
"Nos vemos en Las Torres a comer, eh", escuchó decir a su amigo desde adentro.
K. siguió hacia el metro sonriéndose, encendiendo un pitillo al que dio una profunda calada que le trajo esa tos perruna tan familiar.