Minutos después la clientela fue volviendo al interior del bar. En la entrada, frente a la terraza, se quedó impreso en el aire un viso caliginoso que fue disolviéndose paulatino como si fuese una aparición. K. y Baldomero dejaron de hablar para centrarse en el vuelo estático de un dron camuflado entre las ramas de los árboles que les techaban. Su pequeño pilotito rojo pestañeaba a intervalos de cinco o seis segundos.
— Te dije que por aquí todavía quedaban de esos bichos.
Dijo K. observando la ligera oscilación del aparato abriéndose paso entre los ramajes.
— Es curioso -contestó el otro- Parece que en los barrios de bien siguen vigilándonos. No tiene mucho sentido, ¿no crees?
K. se encogió de hombros al tiempo que rebuscaba un pitillo.
— Supongo que estos bichos están por seguridad privada -dijo, echando una bocanada de humo- Esto está lleno de edificios que albergan grandes empresas y, ya sabes, grandes secretos y enormes miedos.
Baldomero suspiró adrede, mirando al cielo y poniendo sus ojos claros en blanco.
Anduvieron un buen trecho hasta encontrar la avenida de Viñuelas. Al preguntar, les dijeron que tomaran como referencia el campanario de la iglesia, desmesuradamente alto y visible a bastante distancia.
Entraron a Francachela ateridos de frío.
— ¡Joder, vaya rasca! -exclamó Baldomero al sentir el acogedor calor artificial del sitio.
En la barra K. distinguió al histriónico Joaquín Mosquera, frente a su vino, pero se volvió para eludirle. Las mesas estaban bastante concurridas, a diferencia de la tarde anterior, pero K., saltándose al protocolario maître, se dirigió a las puertas acristaladas del comedor reservado. Al entrar, al fondo, en el centro de la estancia, una mesa alargada congregaba los prolegómenos de una cena grupal. Eran ocho hombres, todos trajeados con elegancia convencional, degustando unas raciones repartidas por la mesa y custodiadas por cuatro botellas de vino tinto.
— ¡Señor, por favor, este comedor es reservado! -escucharon a sus espaldas la voz grave del maître.
Baldomero se hizo a un lado para dejar paso a su compañero.
— No creo que molestemos -contestó con un timbre de voz y una sonrisa que rebosaban exquisitez- Somos dos viejos amigos que, después de muchos años, queremos rememorar mejores tiempos en este inigualable restaurante. Cenábamos aquí todos los sábados hace cuarenta años. Por cierto, no me suena su cara.
El maître se ajustó la pajarita y se frotó las manos apurado. Escudriñó en dirección a la barra y de inmediato volvió a ellos con una sonrisa circunstancial.
— Seguro que al señor Campillo no le importa en absoluto que Arturo Giménez, del periódico El Digital Vallisoletano, cene apaciblemente con un buen amigo.
El maître pareció cambiar de actitud: alzó las cejas y les hizo una medio reverencia.
— Perdone mi desconfianza, señor Giménez. Les montaré una mesa en aquel flanco, si no les importa.
— Me gustaría más centrada -cortó K. con aplomo y elevando el tono- No creo que a estos señores les incomode nuestra cercanía.
— Desde luego que no, pero verán ustedes, caballeros, hay un……
Un hombre alto y fornido se acercó con celeridad al grupo cortando la plática del maître.
— ¿Algún problema, Manuel?
Además de corpulento, era malencarado. Tenía los ojos muy juntos, bajo unas cejas anchas y pobladas, irradiando una mirada implacable. En la solapa de la chaqueta tenía un pin que representaba a una jocosa calavera en el vértice de dos hachas tras un sol amaneciendo y las siglas HE.
— Ya sabes de antemano que don Torcuato necesita plena intimidad en sus cenas -dijo intercambiando miradas plomizas- No veo la necesidad de que estos señores tengan que estar aquí.
Manuel le explicó que siendo conocidos del señor Campillo y que haciéndose cargo de la celosa reserva con que don Torcuato adornaba sus cenas, les había adjudicado la mesa 12, en el extremo de la sala.
— …. Ya que me pareció la distancia prudencial para preservar la confidencialidad.
El tipo encaró a Baldomero y a K. escudriñándoles de arribabajo. Arqueó el labio derecho antes de hablar.
— En fin, que cenen donde les dijiste -dijo dándoles la espalda- Pero dile a Campillo que menos confianzas, eh.
Manuel les llevó a una mesa junto a la esquina del comedor privado. K. y Baldomero le siguieron sin rechistar y se sentaron tomando la carta.
— ¿Les apetece algún entrante, caballeros?
Pidieron algo para picar y más cerveza y vino para Baldomero.
— No me gustan un pelo los gachós de la mesa. -dijo Baldomero mirando a hurtadillas a los comensales- Huelen a mafia. Has hecho bien en no seguir insistiendo en lo de la mesa.
K., sin quitarse el sombrero en ningún momento, hizo un breve asentimiento. Pensaba al tiempo que repasaba la carta ausente.
— ¿Le has visto el pin, Bal? -interrogó K.- Son ellos, fijo.
Desde la otra mesa les llegaba un murmullo apenas perceptible. Los ocho hombres parecían girar en torno al que presidía el ágape. Era un hombre de edad madura, calvo pero con el pelo algo crecido sobre el cogote. Tenía un bigotillo fino y unos ojos hinchados y sentenciosos. Desde la distancia podía apreciarse que todos, o casi todos, llevaban ese distintivo sobre la solapa de sus chaquetas.
Comieron charlando de naderías. Pidieron cordero, como exigió K. afeando la pretendida sobriedad de su compañero.
— Joder, Juan, que aquí te van a clavar.
Luego tomaron café y una copa de Veterano para Baldomero. K. pidió una jarra de cerveza de nuevo.
— No sé cómo no meas cerveza. ¡La Virgen que buche tienes!
Dijo Baldomero haciendo un gesto exagerado de abundancia.
— Oye, ese tal don Torcuato -preguntó K. al camarero que les servía las copas soslayando la mesa lejana- manda mucho en el local. ¿Es suyo?
El hombre se sintió comprometido. Sonrió como para dejar correr el tema, pero ante la mirada expectativa del cliente acudió al laconismo.
— Es terreno vedado, señor.
Más tarde, cuando hizo intención de pedir la cuenta, entró un joven atropelladamente en el comedor abriendo con estrepito las puertas acristaladas. Flechado pero inestable, se dirigió a la mesa de los ocho. Tenía una herida sangrante en el pecho que cubría con una mano.