El primer fin de semana del nuevo año se preveía agitado y terminó siéndolo. Una gran helada, que no cesó en todo el transcurso del sábado, se unió a la celebración futbolística de los dos equipos rivales por antonomasia. El centro de Madrid se convirtió en un búnker custodiado por un ingente número de policías, protección civil y servicios médicos urgentes. El color anaranjado de las ambulancias competía con el azulado de los furgones y coches policiales llenando la urbe de resonancias de sirenas y rugido de motores. La afición de uno y de otro equipo, que empataron a goles, coreaba por las calles los himnos o las arengas hacia su equipo una vez que terminado el choque, en el que hubo una actuación arbitral que no gustó a ninguno de los contendientes. La tensión se agravó cuando varios hinchas violentos prendieron fuego a varios contenedores de basura para lanzarlos contra los contrarios. Las carreras entre policías e hinchas llenaron las avenidas y calles aledañas mientras que algunos vecinos contemplaban desde sus balcones una película de acción en directo. Los más mayores asentían severos el espectáculo lanzando soslayos a su portal por si alguno de aquellos energúmenos se colaba en su edificio; otros, jóvenes y de mediana edad, sonreían gesticulando como si estuvieran viendo un film cómico desde una barrera confortable y protectora. Varios escaparates sufrían la rotura de sus cristaleras o chascaban quebrándose al tiempo que algunos, ya no se sabía si aficionados o acomodados al barullo, aprovechaban para llevarse los productos que se exponían. Los altercados fueron creciendo, a medida que avanzaba la noche, extendiéndose más allá de la rivera del río Manzanares. Las dotaciones policiales fueron multiplicándose teniendo que recurrir a cientos de agentes antidisturbios y Geos. Las bengalas que lanzaban los alborotadores teñían la noche con un atardecer repleto de pequeñas explosiones de petardos o artefactos caseros detonados bajo los autos aparcados. La zona sur de la ciudad estaba sumida en el caos.
Nemesio Acebal, Mésio para sus conocidos, vivía bastante cerca del jaleo pero ajeno por completo a los disturbios. Su chabola, hecha de maderas, hierros y plásticos hallados en la basura, se erigía en una de las laderas colindantes al polideportivo en el Parque del Sur, muy cerca de la Plaza Elíptica. Llevaba varios años viviendo allí sin que los agentes municipales ni nacionales se lo impidieran. Hacían la vista gorda porque Nemesio padecía una tara mental que lo asemejaba con un niño de mirada dulce, siempre despistada, y una amabilidad bobalicona que invitaba a la conmiseración inmediata. Los servicios sociales intentaron en varias ocasiones hacerse cargo de él, pero Frutos, un amigo del barrio que velaba por Nemesio, les decía una y otra vez que si le recogían en cualquier lugar volvería a la situación extrema de antaño.
Frutos era un anciano de edad similar a la de su amigo, aunque bien es cierto que aparentaban más años de los que verdaderamente tenían. Sus cutis curtidos, sus formas enclenques, cargadas de espalda, y sus bocas casi desdentadas les cubrían de más edad, además de los harapos con que se vestían.
Frutos conoció a Nemesio cuando este trabajaba en un banco y tenía mujer y dos hijas adolescentes. Fue con la crisis económica del año 2008 cuando perdió su empleo, comenzó a beber y una posterior depresión le llevó a padecer un ictus que le procuró la quiebra mental. En menos de un año la vida de Nemesio de oscureció del todo: su familia le dejó, vendieron la casa y él fue internado en un sanatorio de salud mental. El encierro le procuró un empeoramiento que le convirtió en agresivo, intentando huir del sanatorio tres veces. Se le comunicó a la familia y esta optó por desentenderse de él totalmente. Al salir se convirtió en un vagabundo sólo auxiliado por conocidos del barrio. Se mal ganaba la vida vendiendo papel, cartón y otras cosas por las que le daba Lucio, el chatarrero del polígono industrial, una miseria. También poseía la monomanía de escribir versos simplones y torpes que declamaba tartamudeando por los baretos del barrio. Esto le hizo muy popular entre la clientela que colaboraba con monedas que Nemesio recogía, tras sus declamaciones, en un viejo calcetín de lana.
Aquella noche Frutos se despidió de él como tantas otras. Le cerraba la puerta de la chabola desde afuera dando un par de golpes sobre la madera para advertirle que todo estaba en orden.
Fue alrededor de la medianoche cuando escuchó unas risotadas mientras garabateaba unos versos en una gruesa libreta que le regaló Senén, el de la papelería de enfrente del colegio Machado, a la luz azulina de una lámpara de un camping gas. Escuchaba pasos removiendo la hojarasca alrededor de la chabola, alaridos insultándole, patadas contra su casucha.
— O sales, hijoputa pordiosero, o te cueces con el jugo de tu mierda.
Decía una voz sin poder contener la hilaridad, a la vez que otras reían más bajo.
Pronto Nemesio sintió el abrazo de las llamas. Comenzaron en el techo, tras un golpetazo, y luego alrededor de la chabola. Él se levantó del camastro y forcejeó la puerta y las paredes con una desesperación que fue creciendo a medida que sentía más cerca el calor. Aferraba contra su pecho la libreta de sus versos, sin soltarla, como si fuese parte de su cuerpo.
— ¡Y no sale el cabrón! -dijo uno de ellos.
— Prefiere asarse y no dejar toda esa mierda que tiene dentro -dijo otro más alejado.
— ¡Anda y que arda como una tea! ¡Cabronazo! ¡Montón de mierda!- añadió un tercero estallando en carcajadas.
— ¡Viva España sin putos pordioseros!
— ¡Viva!
— ¡Viva, joder, vivaaaa!
La chabola se convirtió en una antorcha cuyas llamaradas ascendían al cielo estrellado y helador de la noche. Nemesio apenas dijo nada, un chillido agónico, muy breve, ronco, que precedió al chisporroteo propio del incendio.
Antes de irse del lugar, los agresores lanzaron una lata a la hoguera que explotó al contacto con las llamas.
Las sirenas fueron acercándose quince minutos después.