CAPITULO 7
Se ajustó bien el sombrero agarrándoselo con una mano, pues en las escaleras de salida del metro a la calle Leganitos, en la estación de Plaza España, soplaba una corriente de aire frío que chirriaba sobre la baranda externa. Después de prender un cigarrillo con dificultad los vio en la esquina de la calle guarecidos bajo la marquesina de un portal. K. levantó la mano desde lejos hacia la pareja.
— Te presento a Isabel, tu pupila.
Gus se soltó de la mano de ella. La chica se acercó para besar las dos mejillas de K.
— Isabel, la muy prometedora escritora, mejor dicho -contestó K. algo azorado.
Isabel tenía un toque de belleza árabe. Tenía una mirada dulce, resplandeciente en sus ojos verdosos, y una sonrisa abierta, apacible, que mostraba unos dientes perfectos y unos labios finos y delicados. Su cabello negro, sujeto en una coleta, caía a su espalda encrespado al final. En un involuntario reflejo de timidez retiró los ojos de la sonrisa de K. para posarlos en su novio.
— Te vamos a llevar a un sitio guay. -dijo el policía tomando por el brazo a ambos- Ya verás que chulo, tío.
Subieron por Leganitos hasta la Plaza de Santo Domingo. K. recordaba los locales de su niñez que ahora eran tiendas diferentes adaptadas a los tiempos. En la esquina con la calle de la Bola, la antigua tienda de ultramarinos del señor Diosdado, se erigía un restaurante chino con una sórdida entrada. Casi enfrente, la cafetería Romu, donde tomaba café su madre y servían unas tostadas exquisitas que su hermana y él tomaban con tanto placer, ahora era un sex-shop. Olía de otra manera como si la vieja plaza hubiese perdido su solera a favor del hormigón.
Isabel y Gus hablaban de lo que les gustaba ese barrio pero que les era imposible pensar el vivir en él.
— Cojón de pato cuestan aquí los pisos y aún metiéndote en cualquier cuchitril.
Comentó Gus mientras Isabel asentía discreta.
Llegaron a la esquina con la calle Veneras y anduvieron unos metros. Era un restaurante gallego llamado Mareas Vivas. "No es lujoso, pero se come de diez.", comentó el policía abriéndoles la puerta. Había reservado una mesa en un rincón, junto a una planta de enorme hojas verdosas. "Es un Lirio de la Paz. Están muy de moda. Veis, son elegantes", dijo Isabel tocando con suavidad las hojas.
A la comida le invitó Gus que le llamó esa mañana para celebrar que Isabel había recibido una llamada de un editor (de quién le habló a K. Eduardo Martos el día que le llevó el relato de ella), "un tal Lucio de apellido impronunciable", concretó el policía. Le propuso que le enviara más relatos, además de publicar en su revista literaria "Aquella vez que visité el ayer", porque le interesaba mucho su literatura. Aquello fue una explosión de felicidad para la chica que insistió mucho en invitar a K. para agradecérselo en persona.
Comieron entre bromas y anécdotas del pasado (Gus Tapias era hijo del fallecido Venancio Tapias, el que tenía un conocido puesto de golosinas a la salida del metro de Carabanchel Bajo. K. vio crecer al chico e incluso le ayudó en todo lo que pudo cuando su padre murió). K. tampoco perdió la ocasión para encomiar el relato de Isabel, un tanto desplazada de los tiempos pasados del barrio.
— Te garantizo un futuro literario inmejorable -le dijo embelesado escudriñando el angelical rostro de ella- Llegarás.
— Te agradezco mucho lo que has hecho por mí.
Quiso preguntarle por sus obras, sin embargo K. se excusó atropelladamente alegando salir a fumar un pitillo.
— Me dijiste que llegó a ser un poeta con muy buena reputación -dijo Isabel a Gus como pidiéndole explicaciones por la espantada.
— Reniega de su pasado, yo diría que lo aborrece. No te apures -le contestó el policía agarrándole la mano.
Cuando regresó K. tomaban café. "Te he pedido otro y les dije que te lo sirvieran cuando entraras."
— ¿Qué sabes del asunto de mi amigo?
Hizo la pregunta intuyendo la respuesta del policía, ya que cuando le telefoneó le dio una respuesta evasiva arguyendo que le contaría más tarde.
— No hay nada, K. El tema está en vía muerta.
— Gus me habló de la muerte de ese hombre -dijo Isabel llevándose una mano a la barbilla- Debió ser horrible. ¿Tenía familia?
K. sacudió la cabeza y se echó el sombrero hacia atrás.
— Como si no la tuviera, lo consideraban una mancha familiar. Enfermó y le dejaron tirado. En fin, pero ese no es el caso.
— También lo es, K. -añadió Gus- Si la familia hubiese puesto la denuncia tendría alguna que otra posibilidad. De esta manera….. hay escasas.
Hubo un silencio entre los tres. Se escuchaba el entrechocar de los platos en la cocina y el ir y venir de los camareros sobre el vetusto parqué.
— ¿Estás investigando su muerte?
Isabel formuló la pregunta y pareció arrepentirse. Sus mejillas se encarnaron y posó los ojos en el mantel a cuadros.
— No era mi intención…..
— No, no. Tienes razón, ando dando vueltas por ahí, husmeando.
Respondió K. enternecido por el apocamiento de la chica. Le cogió una mano entre las suyas para besarla con demora.
— Perdón, Gus -dijo ahora turbado él- Me emociona Isabel. Su naturalidad no es algo que te encuentres a diario.
Pasearon desafiando al gélido viento con el entorno del Madrid de los Austrias. Caminaban encogidos en sus prendas de abrigo pero animosos, tan creyentes en la compañía de la amistad que el vendaval que les sorprendió al llegar a la plaza de la Armería sólo les causó una risa empática. Luego fueron a tomar algo a un mesón de la calle Echegaray. "Solo de croquetas", rezaba un cartel con letras toscas confeccionadas a mano.
— Tienen infinidad de tipos de croquetas, además de una cerveza que quita el hipo -les contó K., señalándoles una cristalera borrosa.
Bebieron cervezas y, por supuesto, croquetas envueltos en una música castiza que salía por unos bafles destartalados.
K. le preguntó a Isabel por sus referentes literarios.
Ella no se lo pensó dos veces.
— Raymond Carver, Tobias Wolff y el maestro Hemingway con sus relatos sobre todo. - contestó con los ojos chispeantes por los efectos de la cerveza.
Fue entonces cuando K. pensó que se iría con ella al fin del mundo, que aquella era una mujer para perder la cabeza y sospechar que la felicidad existe y puede tocarse con las manos. Poco después se acordó de Cris, de Ana, su ex esposa, de Martina, la dependienta de una librería de la calle de la Laguna… De todas las mujeres que significaron algo en su vida, con las que tuvo esos mismos pensamientos, y a las que nunca supo amar porque su pasión era algo pasajero, inconstante, algo que solamente cabía en las palabras y poco tenía de cotidiano.