Tenía el sombrero echado sobre el rostro porque la luz del pasillo de la pensión estaba encendida toda la noche y su destello pasaba por debajo de la puerta de su cuarto. Se había quejado alguna vez a la señora Hilaria pero en vano. "Aquí hay huéspedes que trabajan de noche y vienen de madrugada a acostarse. Pero que le voy a decir a usted de eso de trabajar, es hablar con una pared y de espaldas.", le dijo la última vez la dueña de la pensión, mientras se alejaba por el pasillo manoteando con exageración.
Estaba cansado y la vetusta cama de su cuarto le parecía de lujo. Poco le importaba el chirrido del somier al menor movimiento ni el cabecero de metal tan sobresaliente de la pared que más de un chichón le costó. Suspiraba de placer como si se encontrase en una habitación del Hotel Palace. Sentía los músculos destensarse y en la planta de los pies ir perdiendo ese fuego que los entumecía. Pero, sin duda, lo peor era la cabeza. Parecía estar llena de piedras enormes e ir saltando de una imagen a otra con la facilidad de un parpadeo. También las cervezas que tomó con Baldomero en La Maluca favorecían su maltrecho estado físico y mental. Tan cómodo estaba que su acostumbrado insomnio faltó a la cita de cada noche y se durmió en apenas unos minutos.
— ¡Señor Juan, señor Juan, tiene una llamada urgente! ¡Espabile, repuñeta!
La señora Hilaria golpeaba insistentemente la puerta del cuarto de K.
Aturdido fue hasta la puerta y abrió una rendija.
— ¿Qué pasa señá Hilaria? -preguntó en un bostezo.
— Le llama la policía; usted sabrá lo que ha hecho. Pero dice que es muy urgente, que se ponga al aparato ya mismo.
El aliento fétido de la mujer terminó espabilándole.
Se puso los pantalones, se dejó puesta la camiseta con la que dormía y, descalzo, se encaminó hacia el fondo del pasillo donde se hallaba el teléfono común.
— ¿Qué necesidad tiene una de ver en paños menores a un tío de madrugada? -masculló la mujer, revestida con la perenne bata con la que también se tapaba el cuello- ¡Qué razón tenía mi difunto Aniceto cuando decía "manda a tomar vientos la pensión y vayámonos a Benidorm a vivir como los pachás"!
K. cogió el auricular y comenzó a escuchar. Su gesto cada vez se iba tornando más sombrío. Escuchaba en silencio, con unas tímidas afirmaciones que se desinflaban a medida que se alargaba la conversación. Cuando colgó, se quitó el sombrero de manera infrecuente y lo llevó bajo el brazo a lo largo del pasillo.
La casera le esperaba en el recodo frente a la habitación de K.
— ¿Alguna noticia desagradable? -le interrogó ansiosa, agrandando los ojos y acercando su cara- Le advierto que si tiene usted problemas con la policía no voy a permitir que en mi casa haya jaleo. Ya se lo comentaré al señor Baldomero que tiene más cabeza que usted cien mil millones de veces.
— ¡¡Que le frían un paraguas, señora!!
Contestó airado dando un portazo.
— ¡Habrase visto desfachatez! -dijo la mujer, yéndose por el pasillo en una conversación con ella misma.
Mientras se vestía, reparó en el móvil que le regaló Baldomero. Una inmensa pena mezclada culpabilidad le humedecieron los ojos. ¡Tiene que salvarse!, se dijo inmóvil.
Cipri, el taxista que vivía en la pensión desde que se divorció de su mujer, le llevó hasta la UCI del hospital después de que K. se lo pidiera. Este hizo ademán de sacarse la cartera antes de bajarse del coche.
— ¡Vamos, K., deja de rascarte la cartera! -dijo el taxista con la cabeza vuelta al asiento de atrás- El último favor que te debo es cuando me escribiste el pliego de descargo para la multa aquella del semáforo en ámbar. Lo que importa ahora es que Baldomero se reponga y punto.
K. se apeó y fue derecho al mostrador de admisión. Dijo el nombre y los dos apellidos del ingresado y esperó tamborileando con los dedos sobre la encimera.
— Vaya, Peletero, ha venido usted volando. Venga por aquí, yo le cuento.
Era el subinspector Murriano el que habló a sus espaldas. Fueron a sentarse en la sala de espera. Estaba repleta pero encontraron un sitio reducido en una mesita del rincón. Junto a ellos una prole de gitanos se lamentaba a voz en grito de la gravedad de un familiar. El más anciano, agarrado a un bastón fino entretejido con tiras de plástico multicolores, movía la cabeza de izquierda a derecha con lentitud.
— Murriano, cuénteme cómo está. -dijo K. sentándose y levantándose de la mesita- Estoy fuera de mí, se lo prometo.
El subinspector le miró con comprensión e hizo una mueca pesarosa con la boca.
— Como te he dicho por teléfono, está grave. Aunque es veterano ya, tiene buena salud y eso nos debe dar confianza.
— Pero ¿dónde le tienen? Quiero verle.
Preguntó K. acercándose al policía.
— Anda en el quirófano. Ya lleva más de tres horas. Nos informarán cuando acabe la operación. Tranquilícese.
K. se dejó caer sobre la mesita. Se echó el sombrero hacia atrás para abrazar con una mano su amplia frente.
— Lo que debe apaciguar a su cabezonería es que el caso está resuelto: se suicidó delante de todos al agresor, ese Myers que también prendió la chabola de su amigo Nemesio Acebal. También sabemos que, antes, el suicida se llevó por delante al que vivía con él, un tal Roberto, que hacía de una especie de guardaespaldas de Torcuato Samper. Poseemos el cuchillo con el que mató a Pazos, esa es una prueba de peso.
K. apenas escuchaba. Cientos de pensamientos se cruzaban por su cabeza y todos le señalaban como culpable. El responsable de que Baldomero estuviera entre la vida y la muerte era él con su obsesión por aclarar el asesinato de Mesio. Sabía que podía pasar y prefirió jugársela y dejar expuesto a Baldomero. Imperdonable. Jugaba con fuego y le importaba bien poco que alguien se abrasara. "¡Maldita sea mi estampa!"
— Lo curioso -seguía hablando Murriano escudriñando la noche a través de las cristaleras de la sala de espera- es que recibimos una llamada anónima esta misma mañana para entregarnos el arma homicida y la localización del asesino. Cuando acudimos al lugar de la cita nadie se presentó. Luego pasó todo este incidente. Me da que pensar, Peletero, me da que pensar. No le parece a usted que la……..
Escucharon el nombre y los dos apellidos por megafonía. K. saltó de la mesa y, cual relámpago, se apostó en admisión.
— El doctor Velarde desea hablar con algún familiar -dijo, con voz monótona, la joven de admisión- Póngase esta pegatina y pase por la puerta central a la sala número 8.
Murriano estaba tras él y le ofreció paso franco.
— Pase usted -dijo diligente- ¿No tiene familia su amigo?
K. no supo qué responderle. Fue poniéndose la pegatina al tiempo que entraba por una puerta de doble hoja custodiada por un vigilante jurado.
En la sala 8 le esperaba un médico joven sentado tras una mesa de corte sanitario. Llevaba unas gafas modernas sobre las que reposaba un mechón de su cabello. Miraba la pantalla de un ordenador con atención. Le hizo una seña para que se sentara frente a él.
— Buenas noches -dijo con un modulado tono- ¿Es usted familiar del ingresado? Ya. Bien. La intervención ha sido satisfactoria. Digamos que hemos suturado la herida del pulmón, aunque necesitará del momento respiración asistida. Sus constantes, tras la intervención, van equilibrándose, pero debemos estar atentos a las veinticuatro o cuarenta y ocho horas venideras. Ahora está en reanimación y luego pasará a un espacio de la UCI. Su familiar está muy grave, perdió demasiada sangre para su avanzada edad. Pero confiemos.