CAPITULO 2
Estaban las tres mujeres sentadas en el primer banco del pequeño crematorio. Mientras que en las demás filas de asientos se apretaban los asistentes, ellas disfrutaban, a izquierda y a derecha, de una soledad diríase que inviolable. Natalia Costán, la madre, vestía dos piezas de jersey y pantalón color marrón y un colgante dorado, con el emblema de una marca de moda elitista, sobre el jersey. Sobre sus rodillas sujetaba una parka gris con capucha. Fruncía los labios en un gesto de solemne seriedad, ajeno a su alrededor. Contumaz, miraba al frente cómo el ataúd se introducía lentamente en la cámara de combustión.
Sus hijas, Natalia y María, una a cada lado de la madre, vestían con la misma sobriedad y adoptaban una actitud similar escudriñando la escena con una imperturbabilidad de esfinge.
Al ser un funeral de bajo coste, la música no se ofrecía en directo, sino que unos altavoces, colgados en los laterales de la sala del crematorio, difundían el "Adagio" de Albinoni en un volumen demasiado alto y de escasa calidad.
Los asistentes a la cremación de Mésio eran en su totalidad gente del barrio, toda aquella que encandiló e hizo sonreír con su dicción atropellada y confusa de los poemas que componía en la chabola donde encontró su muerte. También estaban aquellos a los que vendía sus hallazgos en las basuras y algunos conocidos de su vida anterior a su demencia.
— La verdad es que lo mejor que podía pasarle es que descansara en paz de una vez y dejara de hacer el payaso por el barrio -comentaba Manuel, un vecino y compañero de la sucursal bancaria donde trabajó Mésio- Aunque también es cierto que no de la forma que se ha producido su fallecimiento, por supuesto.
No era esa la versión que tenían de Mésio la mayoría de los vecinos del barrio. Sin duda, era más meliorativa basada en el contacto con una persona cuya simplicidad de vida y de pensamiento encandilaba, y hasta se envidiaba llegado el caso.
Una vez que las cortinas se cerraron y se escuchó el fogonazo en la cámara, fueron saliendo de la sala los asistentes. Por respeto, dejaron atravesar el pasillo central y salir las primeras a las tres mujeres. Ellas, con las cabezas altas y el semblante circunspecto, salieron al exterior del cementerio y tomaron el camino hacia el coche fúnebre.
K., junto a Baldomero y Frutos, se adelantó tras las mujeres.
— Natalia, por favor, un momento.
La mujer se detuvo para soslayar a quien la reclamaba.
— Vosotras id al coche, yo no tardo.
Les dijo con una autoridad que se le derramaba en la dureza de su mirada.
K. intentó buscar su mano para darle el pésame pero ella lo obvio para encararle impertérrita.
— Usted dirá -le espetó, ajustándose al cuello la parka.
K. prendió un cigarrillo después de haberle ofrecido a ella.
— No fumo.
Natalia Costán era una mujer de unos setenta años con una belleza decadente pero llevada con mucha distinción. Su rostro, ovalado, recortado con una media melena teñida de negro zaino, ensombrecía las costuras del tiempo con un maquillaje sin rastro. Poseía una boca alargada, de labios tersos, que tan sólo en sus comisuras se agrietaba herido hacia su barbilla. Sus ojos eran severos, azulados, los de una persona con las cosas muy claras y que no daban pábulo a la vacilación.
— Quería comentarle lo de las cenizas de Nemesio -dijo K. sosteniendo su mirada- ¿Las van a reclamar? Teníamos pensado colocarlas en un lugar del barrio, un sitio cercano a su memoria. Nemesio era muy querido en el barrio.
Natalia pareció sonreír aunque se tradujera en una mueca evasiva.
— No las queremos. Nemesio desapareció de nuestras vidas hace tiempo, demasiado tiempo, por razones que no vienen al caso. Usted y sus amigotes pueden disponer de ellas como les plazca, pero díganselo al funcionario del crematorio porque yo ya les he dicho que no las deseamos y lo normal es que se deshagan de ellas rápidamente.
Sus palabras eran tan heladoras como la mañana, parecía que estaba dictando un formulario.
— Así lo haremos esos "amigotes" que hemos cuidado a su marido cuando usted decidió abandonarlo a su suerte.
K. había dejado la compostura. Le molestaba tanto la altanería de la mujer que sentía ese burbujeo en el estómago que solía ser la antesala de su iracundia.
— Me imagino a esos amigotes perfectamente -comenzó Natalia elevando también el tono de voz- viéndolo a usted. Le conozco, señor K., ¿no es así?, por las portadas de los periódicos de hace unos años; a su edad metido en un asunto de prostitución que costó la vida a varias personas. Santo Dios. Ha perdido lustre su sombrero desde entonces, debería cambiarlo. ¿Se lo han dicho? Usted no me merece ningún respeto. Hagan lo que gusten con las cenizas y olvídese de nosotras ¿de acuerdo?
Natalia se volvió para dirigirse al coche fúnebre.
K., al que observaban desde una distancia prudencial Baldomero y Frutos, se quedó mezclando el humo de su cigarrillo con el vapor saliente de su boca.
— Sigue tan estirada la buena señora -dijo Frutos amarrado a la colilla de un pitillo sin filtro.
— ¿La conocías de antes? -preguntó Baldomero.
— Claro, copón. Ten en cuenta que éramos vecinos en la Plaza de Coimbra cuando Mésio andaba currando en el banco. Ella era una tipa de bandera, funcionaria en el ministerio de no sé qué, pero rancia como ella sola. A Mésio le tenía acogotado, en un puño.
— Caray con la señorona -dijo Baldomero, hundiendo sus ojos acuosos en la distancia que le separaba de la espalda de la mujer.
Natalia estaba a punto de tomar la portezuela del coche fúnebre cuando escuchó la voz de K.
— Cuídese la úlcera, señora Natalia, que nosotros cuidaremos de los restos de su marido.
Ella no se llegó a dar la vuelta, tiró del pomo del auto y entró al coche. Luego desaparecieron entre las calles repletas de nichos.
— ¿Esa era la mujer de Mésio? -le preguntó al paso Serapio, el camarero del bar Las Torres.
— ¿Esas manchas que tienes en la cara son tuyas?
Contestó K. de mala manera en referencia al vitíligo que salpicaba el rostro del camarero.
— Perdona, tío -K. reaccionó raudo tomando del brazo a Serapio- Es su mujer, sí…...Bueno ya hace tiempo que no.
Saludó a algunos de los allí reunidos antes de reunirse con Frutos y Baldomero.
— ¿Nos vemos en el Liu? -le emplazó Marga, la de las quinielas.- Vamos todos pallá.
K. asintió.
— Vamos a ver si nos dan a nosotros las cenizas de Mésio. Ella pasa hasta de sus despojos.
Les dijo cuando llegó hasta los otros dos.