El bar Liu estaba bastante concurrido a esa hora cercana a la media mañana. Pepín, el dueño asiático del local, andaba de acá para allá tras la barra o dando órdenes en cocina al otro compatriota a su servicio. Sus ojos rasgados, inquietos, vivarachos, velaban el local sin fatiga, cualquier leve señal de un parroquiano era captada por el chino corriendo a atenderle en su demanda. Alguien le colocó el nombre de Pepín en consonancia con su auténtico nombre de pila y él lo aceptó sonriente como todo lo que se les ocurriera a sus clientes con tal de que consumieran.
Frutos se levantó de la mesa que ocupaban y les hizo un gesto de despedida confundiéndoles con su tic en el ojo derecho.
— Ah, pues anda con Dios -le dijo Baldomero.
K. levantó la mano aunque Frutos ya le daba la espalda.
— Señol Flutos, hasta plonto -vociferó Pepín desde el extremo puesto de la barra.
Baldomero sacudió la cabeza y buscó los ojos de su compañero de mesa.
— Joder, ¿te puedes creer que me molesta más que nos hayamos quedado sin las cenizas de Mésio que su propia muerte? Es que me revientan esas jodidas formalidades.
K. hizo un gesto de impotencia antes de apurar su jarra de cerveza.
— Los familiares mandan en ese caso y ellos dijeron por escrito que no querían las cenizas. No le des más vueltas, hemos hecho todo lo que hemos podido.
— ¡Pintamonas! -exclamó Baldomero.
K. izó el cuello y Pepín ya le mostró desde la barra una jarra vacía.
— Malchando. ¿Señor Balmoreno, otro café colto?
— Baldomero, coño, Baldomero, que llevas una pila de años en Madrid y todavía no te aclaras. ¡Que no tomo más café!
Había girado la cabeza hacia la barra sin llegar a ver al chino. Después, observó el techo unos instantes y arrugó la boca.
— Anda, ponme un vino. Pero un vino, vino, ya me entiendes.
Pepín alzó el pulgar y anunció: "Del tiempo, tinto y con cuelpo".
— ¡Equilicuá, Pepín!
— Voy a la calle a echar un pito.
K. se ajustó el ala del sombrero sobre la cara y buscó el paquete de cigarrillos en la cazadora. Intentó cerrar la cremallera a la altura de su tripa, pero terminó dejándolo por imposible.
La calle estaba solitaria, invadida por el runrún que salía del bar. Era una mañana plomiza con el cielo encapotado y el sol intuido en un resplandor opaco que se inundaba de tejados y antenas de televisión. K. fumaba intranquilo, dando caladas constantes al pitillo y mirando cómo la cercanía perdía el viso y volvía a recuperarlo tras oleadas de humo. Su turbación tenía un nombre y, de momento, no atajaba cómo podría despejar su azoramiento. La muerte de Mésio le pesaba demasiado, más de lo que aparentaba, y le había traído la vieja manía de husmear donde seguramente nadie deseaba meter las narices. Las cenizas de viejo loco estarían en cualquier vertedero y, pasado el trago de su muerte, nadie se acordaría de él. Bueno, como a casi todos, se decía mordiendo la boquilla del cigarrillo. A los donnadies se les olvida más fácil porque no dejan estela. Desaparecen y punto. Prendió otro pitillo con la colilla y se perdió entre el aro de la canasta de baloncesto del parque de La Peseta. Dos niños intentaban llegar con su balón a la canasta. No encestaban nunca, la bola daba por debajo del aro en el mejor de los intentos. Más allá, al final de la cuesta junto a la estación del metro, intuyó el carrito de Mésio. El viejo, encorvado, despacioso, con su inseparable gorro de lana con pompón, tiraba del carro de hipermercado con sus cachivaches colgando como estandartes orgullosos de su miseria. Según se acercaba su figura a la canasta de los chavales, su delgadez extrema, doblada, vencida, festejada con una inseparable sonrisa bobalicona que pendía de su labio inferior como un camafeo cosido a la piel, se tornaba esquelética, bufonesca. Tanta enjutez que, en un ñvahído que la niebla alta tuvo a bien bajar a ras de tierra, se disolvió ante los ojos cansados de K.
Tomó la segunda jarra de cerveza mientras escuchaba la diatriba de Baldomero enseñándose contra burócratas y funcionarios poco empáticos. K. prefería resguardarse en el laconismo para no afrontar con su compañero el asunto que le rondaba por la cabeza.
Se despidieron, ante la extrañeza de Baldomero, nada más salir del bar Liu.
— ¿Y eso? -dijo Baldomero ante la perspectiva planteada- Pero, bueno, si siempre comemos en Las Torres.
— Joder, ando revuelto del estómago. Así que me encierro en casa y me echo un poco a ver si se me pasa. Nada más.
— ¿Y no te vas a meter más cervezas en ese cuerpo jota? Entonces estás mal de cojones. Te digo yo que la jodienda de las cenizas de Mésio nos ha "revolvió" a todos.
En la pensión, la señora Hilaria le recibió mascullando y observándole de medio lado como de costumbre.
K. se tumbó en la cama fumando. Barajaba varias posibilidades en el asunto que él consideraba trascendental. Sabía de la dificultad de dar con los que quemaron a Mésio, lo sabía de sobra, pero era algo que le parecía ineludible, como un ajuste de cuentas necesario para dignificar el adiós del pobre viejo. Sin duda, también el comportamiento frío y distante de Natalia abonó más el terreno. ¿Cómo alguien podía renegar del que un día fue su compañero de fatigas y, quien sabe, si el amor de su vida? Por lo menos de parte de su vida, de su juventud. ¿Tanto le fastidió la existencia Mésio como para esa indiferencia? K. no lo creía. Por lo que sabía de su vida anterior y por lo que conocía de su vida demente, el mendigo fue antes y después un alma de esas demasiado bondadosas e ingenuas que se dejaba mordisquear por las fieras más insaciables de esta sociedad de hipócritas y mojigatos sin quejarse lo más mínimo. Eso se decía K. Tiraba de sus recuerdos y siempre hallaba a alguien con las características de Mésio y con similares consecuencias, aunque nunca llegaran a tan fatales desenlaces como la de él. Se fue enfureciendo pensando en todos los atropellos que sufren esos tipos de personas. Retrocedió hasta sus tiempos de poeta rememorando que tenía verbigracias para motivar a su indignación. Traidores, envidiosos, taimados y cultos literatos, poetas de medio pelo, conspirando para tener más relumbre o tener opción clara al premio literario de rigor. Odiaba esa forma de vivir como la revancha hacia una época de su vida donde fue cautivo de esos tejemanejes.
Se incorporó para colocarse de nuevo la cazadora. Algo resolutivo le llamaba fuera de aquella habitación y supo que era por donde tenía que comenzar sin tardanza. Se acicaló el sombrero frente a un espejo que culminaba un sifonier. Los cráteres sin azogue despiezaban su rostro. Se escudriñó viejo, casi setentón, los ojos hinchados y la nariz venosa de borracho. Se encogió de hombros resignado y saludó a su reflejo llevándose la mano al ala del sombrero.