Aunque una ligera brisa serrana arreciaba y aumentaba la sensación térmica invernal, decidió ir andando. Escuchaba el rugido de sus tripas reclamando algo sólido, sin embargo la caminata seguro que paliaría la ansiedad. Llegado a la Plaza de Los Navarros giró a la izquierda hasta llegar a la calle del Padre Amigo. Pegado al viejo murete del parque de Puerta Bonita, donde el viento amainaba, llegó a la comisaría de policía de Carabanchel.
— Por favor, el agente Gustavo Tapias.
Preguntó K. al agente que custodiaba la puerta.
El policía preguntó a otro compañero y le contestó que en ese momento se hallaba de servicio en el puesto de aparcamiento.
K. se dirigió allí. Le vio enseguida, parapetado tras un entrante del paredón del parking.
— ¡Joder K. y su sombrero! Me vienes de perlas -dijo el policía tendiéndole la mano-. Me he hartado de llamarte al móvil y nada. ¿Has cambiado de número?
Se saludaron. K. se hizo sitio en el socaire del policía.
— Sí, tuve que cambiar de número con el rollo aquel de la hija de mi amiga, sabes ¿no?
— Y quien no -contestó el policía sacudiendo la cabeza- En menudo fregao te metiste. ¿Pilar Urquijo? Era así, creo.
K. asintió.
— Saliste por la tele, en los periódicos…. Uf, vaya movida. Pero bueno, yo te quería ver porque mi chica, bueno mi nueva relación, anda metida en cosas de letras. Tiene varios relatos escritos y quisiera que tú les echaras un vistazo. Sé que tú controlas de eso porque, si no me equivoco, antes eras escritor o algo parecido, ¿no?
K. sonrió de medio lado y prendió un pitillo. "No fumo, además estoy de servicio", le dijo el policía.
— Pues entonces nos debemos favores mutuos -dijo K. lanzando el humo a favor del viento- Yo también quería que me hicieras un favorcillo, Gus. Se han cargado a un amigo, alguien del barrio a quien apreciaba, y creo que podrías darme noticias de cómo va el rollo de la investigación. Lo quemaron, sabes.
Gus se acomodó el arma en un costado y escudriñó el frente del parking en la zona peatonal.
— Se llamaba Nemesio Acebal Ríos y el asunto ocurrió en la madrugada de este domingo pasado muy cerca del polideportivo Cotorruelo. Con eso te bastará, ¿no?
El policía bajó los ojos y se mordió el labio inferior.
— Joder, me pides malabares, tío -comentó en voz baja- Eso lo llevan los de Departamento de Homicidios, la Unidad Central de Delincuencia Especializada. Top secret, K., pero veré a ver qué saco en el ordenador de la oficina. ¿Por qué no me esperas en el bar de enfrente? Termino el turno en un par de horas y ahí charlamos. ¿Te parece?
A K. le pareció bien. "Nos vemos", le dijo al irse.
El bar enfrente a la comisaría era el sitio típico para miembros policiales. Estaba claro que su clientela se nutría de ellos. Banderas, cuadros, insignias, fotografías poblaban las paredes del local y colgaban alrededor de una amplia barra. K. consultó su cartera constatando que su saldo era de unos míseros ocho euros con algo de calderilla.
"Tendrá que invitarme Gus sin más riles", pensó mientras ojeaba la carta.
— Un bocadillo de boquerones en vinagre y una jarra de cerveza.
El camarero, viendo que el cliente soslayaba las cinco o seis mesas a su espalda, le sugirió: "Si desea sentarse, yo mismo se lo llevo a la mesa, caballero".
Fue hasta la mesa llevándose un servilletero.
Eran más de las cinco de la tarde, las mesas estaban vacías ya que la hora de las comidas había pasado. Como era de suponer, la clientela era policial. En la barra las mujeres contrastaban con los hombres. En ellas no se identificaba ningún rasgo, a excepción del uniforme, para suponerlas como policías, tal vez su tendencia a la coleta, sin embargo en ellos era patente. Musculados, muchos mostrando parte de sus
tatuajes en el antebrazo, parecían culturistas venidos a menos. K. los observaba crítico.
Eran jóvenes, con un corte de pelo moderno y una barba moderada que se ajustaba milimétricamente a los ángulos de sus rostros. No apreciaba resto alguno de los antiguos grises o maderos de la época franquista y primeros años de la democracia, ahora rebosaban salud, jovialidad, diríase que esfumada la mala leche ancestral.
Al tiempo que degustaba su bocadillo y bebía a tragos largos la cerveza, participaba en sus gestos, conversaciones y bebidas como un voyeur castrado. En su juventud tuvo problemas con la policía y eso le llevaba a rememorarlos complaciéndose en el cambio.
En aquel tiempo más de una vez le molieron a palos en alguna comisaria del centro de Madrid por trasgredir el orden con versos conflictivos o reuniones con poetastros comunistas y citas con escritoras socialistas que abogaban por el lesbianismo y el amor libre. Le llegaba el olor a legía de la ginebra de garrafa que bebían en "La tribuna", un cafetín de mala muerte con fama de subversivo en el enjambre de calles paralelas al rastro, y la peste a sudor de la policía irrumpiendo a saco en el local y sacándoles a rastras. Era joven e impulsivo y todavía creía en una sociedad justa, diferente, en la posibilidad de un mundo mejor.
Pidió otra jarra de cerveza, aunque ya había acabado con el bocadillo de boquerones, y salió al exterior a fumar. Una pequeña fila esperaba paciente su orden para renovar su DNI. El viento, más impetuoso que antes, mecía las copas de los árboles del parque de Puerta Bonita. Se fijó en cómo resistía la vetusta valla de ladrillo que perimetraba el extenso parque. ¿Sería del tiempo en que habitaba el Palacio de Vista Alegre la reina María Cristina de Borbón? Por allí adentro habrían jugado sus hijas Isabel II y la infanta Luisa Fernanda. Borbones, pensó K. haciendo un gesto de fatiga. Eso le trajo a la memoria que, entre otras actividades plebeyas, allí se alojaba ahora uno de los reformatorios de Madrid. "Joder, los cambios que tienen que haber visto los troncos de esos árboles centenarios", pensó atisbando la lontananza. De pronto, un aire gélido le azotó la cara y le desbarató la colilla del pitillo. Era tiempo de ir a darle a la otra jarra de cerveza, caviló entrando de nuevo al bar.