En la cola de un establecimiento de comida para llevar un hombre espera su turno en la cola del día uno, fase 2 de la desescalada Covid. Inmediatamente delante está una familia: padre, madre y dos niños. A los niños les apetece llevarse albóndigas y la madre les dice:
"Podéis tomar las albóndigas, pero nos llevamos también arroz"
En ese momento el padre interviene y le dice a la madre:
"Tú, te callas"
Los niños celebran, riéndose, la orden amenazante del padre a la madre, que no contesta y no mira a nadie. Ni a la pareja que le grita, ni al hombre de la cola, ni siquiera a sus hijos.
El hombre que espera en la fila, reprime las ganas de pegarle un puñetazo al padre de familia. Se ajusta la mascarilla y respira hondo. Todo lo que puede.
En la España que desescala sin saber hacia dónde, los casos de malos tratos han aumentado en número, a consecuencia del confinamiento. El confinamiento como excusa, como capa que al rascar arrastra toda la costra de una herida mal curada que sigue supurando: la violencia machista.
La misma semana en Israel unas adolescentes se ponen pantalones cortos con la llegada del calor. Y caen en desgracia. Deben seguir tapando sus piernas. Pero ellas no quieren. No quieren taparse, no quieren callarse. Para sus compañeros varones no existe tal prohibición.
Paseo a mis perros por la Isla de las Esculturas y veo pasar a tres chicas, dos con pantalones que enseñan mucho más que las piernas. La tercera lleva un top, un bikini tanga y un bolso.
Las miro sin que me interese mirarlas, pensando en las chicas israelíes que pelean por una libertad que no tienen y en ella, que cruza en tanga el paso de cebra, interpretando la suya.
Procuro no juzgar y, como el hombre de la cola apretaba el puño dentro de los guantes para no descargarlo, me muerdo la lengua por no decirle a la chica que se ponga un pantalón. Pienso si las nuevas generaciones occidentales habrán dejado el feminismo en eso: en enseñar el culo en un paso de cebra mientras otras, bastante más lejos, luchan por poder enseñar siquiera un tobillo.
La violencia machista no se soluciona con una ley discriminatoria con los hombres que no maltratan. En la práctica no ha servido más que para desampararles a ellos y dejarlas a ellas igual de solas que antes. No ha hecho disminuir los casos de malos tratos, se ha utilizado como bandera partidista y solo ha rozado el problema de base.
Paso al lado de un supermercado. Un niño de aproximadamente seis años espera con un cachorro de braco. El animal tira de la correa porque quiere entrar y el niño lo zarandea. La madre sale y comienzan a caminar con el animal que aún no sabe muy bien qué es lo que le aprieta el cuello. Se paran en un semáforo a duras penas y el perro quiere seguir caminando. El niño vuelve a zarandearlo y el perro ladea la cabeza y las patas, perdiendo el equilibrio sin que la señora repare ni en el niño ni en el perro.
Durante el confinamiento han aumentado las solicitudes de adopción de perros para poder salir a la calle, se han denunciado casos de alquiler de animales por el mismo motivo y, ante la crisis económica, las protectoras temen una la avalancha de abandonos. A pesar de la Ley de Protección Animal. Otra herida mal curada. Otra ley que, solo utilizada como bandera, no arregla nada.
Vuelvo de un paseo cerca del Puente de los Tirantes y oigo gritos y ruidos de claxon. Dos conductores, hombre y mujer, compiten por entrar primero en un cruce. Por las ventanillas asoman cabezas y manos gesticulando.
La Dirección General de Tráfico inicia una campaña post confinamiento para recordarnos que la vida ahí fuera, como en la canción de los años setenta, sigue igual.
Una pandemia no se cura con mascarillas y aislamiento. Solo evita que se propague.
Buscaremos un remedio que nos vacune contra el virus. Se aprobarán, seguramente, nuevas leyes, pero si no cambiamos un sistema empeñado en poner el interés económico antes que el respeto a la naturaleza y a los seres humanos, detrás de este virus, vendrá otro y no habremos aprendido nada. En el mar seguirá habiendo plástico y, en lugar de algas, flotarán mascarillas.
Julio Anguita, recientemente fallecido, se pasó su vida política repitiendo: programa, programa, programa. Le hicieron poco caso. Acabó enfermando del corazón y volviendo a ejercer de maestro para poder enseñar donde las personas deben aprender: en las escuelas.
Si nosotros no repetimos como un mantra: educación, educación, educación, si no ponemos el respeto por delante de cualquier impulso, nada de lo que hagamos tendrá efecto.
El maquillaje no cura los moratones. La política no es partidismo. Un pueblo no es pueblo si no aprende de su historia y un planeta en el que solo importan los derechos de una especie, no es habitable.
El camino es educar, es ayudar, es pensar en los demás sin descuidarnos a nosotros mismos. Es dejar de ser mercaderes para volver a ser personas. Es poner al ser humano por encima de la ideología. Es saber que igual que lo que hicimos ayer cuenta para hoy, lo que hacemos hoy cuenta para mañana.