Marrupe y Ortiz descansaban de tanto colocar platos, vasos, cubiertos, servilletas y manteles de papel. Marrupe, el de más edad de todos los marineros, se quejaba a Ortiz, el segundo más veterano, de la que les esperaba en este "viajecito".
— Menudo marrón nos ha caído, Ortiz, y eso que estamos empezando.
— A ojo de buen cubero –le respondió el otro, pasándose la manga por la frente- yo supongo más de seis mil pasajeros. Estamos desbordados, coleguita: se contaba con un máximo de cuatro mil quinientos y se nos han "colao" mil quinientos más.
— Es un despropósito. ¡Me cago en la puta suerte del sorteo!
De los doce militares que subieron al barco, además del capitán, el cabo primero Briones estaba en el puente de mando, dos marineros se ocupaban de la sala de máquinas, tres que se ocupaban de la indispensable vigilancia de portones, sólo seis quedaban para acondicionar postizos camarotes y comedores; una tarea fatigosa y de difícil cumplimiento. Y es que el transoceánico era un barco construido esencialmente para el transporte de mercancías y carecía de la comodidad necesaria para albergar a tantos pasajeros. Los camarotes estaban diseñados para sólo para marinería y mandos por lo que eran escasos. Lo mismo pasaba con aseos, comedores y cocina. Las grandes salas donde se tenía previsto acomodar y dar de comer a los viajeros en realidad eran hangares que en su día fueron lugares para almacenar contenedores. Sin embargo, la urgencia primaba y los barcos, los medios de transporte más seguros al igual que los automóviles, eran la forma idónea de mover grandes cantidades de personas.
— Además -dijo Ortiz, ahogando un bostezo- ¿crees que llegaremos a algún lugar seguro? ¿Quién nos asegura que al otro lado del océano todo sigue como antes?
Marrupe se restregó la nariz con la palma de la mano y agitó la cabeza como si deseara sacudirse algo interno.
— No le des vueltas y sigamos con la faena……… Que si seguimos tirando del hilo me tiro por la borda.
El capitán estaba apoyado en el pretil que rodeaba el puente de mando. Observaba la niebla que los rodeaba escuchando el chapoteo del mar calmoso. Llevaba la gorra echada ligeramente hacia atrás mientras mantenía la cabeza baja. Estuvo así más de veinte minutos, luego pasó al habitáculo junto a Briones. Este alternaba su vista entre las lucecitas del cuadro de mando y el logotipo de la marca tecnológica que subía y bajaba por la pantalla del ordenador de a bordo fundida en negro. En ocasiones, la pantalla recibía una señal borrosa, repleta de pequeños puntitos y líneas serpenteantes, para regresar a su stand-by ordinario.
— ¿Tiene usted familia, Briones?
Le preguntó el capitán, colocado a su espalda, lo cual sobresaltó su sopor.
— Sí… sí, mi capitán, me casé hace casi un año.
Contestó, enderezándose en la silla.
— Y ¿sabe algo de su mujer?
Briones se encogió de hombros y se le ensombreció algo el rostro.
— Ya sabe usted, mi capitán, la comunicación es algo extraordinario en estos días. Con la caída global de internet y la escasez de electricidad todo se complica. Me imagino que viajó en el mismo avión que el resto de los familiares de los que nos tocó turno en el sorteo. Es de esperar que llegaran bien y que nos estén esperando.
El capitán se acercó al ventanal de la cabina de mando y trató de dibujar algo sobre el vaho que procuraba la niebla en el cristal.
— Esperemos -dijo al fin- Yo, además de mi mujer, tengo tres hijos. Dos hembras y un varón. Buenos chicos.
Briones no dijo nada. Escudriñó el dibujo del capitán y sintió un inevitable escalofrío.
Mamadou movía las piernas, tan encogidas en aquella pequeña caseta. "Ya hemos comido, salgamos a cubierta, copón. Aquí nadie te pide papeles, el follón nos ha venido de perlas", dijo Baldomero, viendo la incomodidad del otro.
En cubierta, el día desapacible les condujo a popa para resguardarse algo de la frialdad de la niebla. Jota cobijaba a Ana pasándole el brazo por los hombros. Baldomero se subió el cuello de su vieja chaqueta de lana burdeos, sin embargo Mamadou seguía con la camisa de dibujos chillones de manga corta y su gorro de lana del Pato Lucas. "Debajo de esa piel tostada debe haber gutapercha", murmuró el viejo soslayándole.
— ¿Sois parientes? -le preguntó Ana al negro.
Habían llegado a la parte donde acababa la estructura de las plantas del barco y se cobijaron pegados a la edificación. Veían el reguero burbujeante que dejaba el barco sobre las aguas.
— Señor Baldomero vecino, amigo, desde tiempos de bar Prieto.
Ana y Jota miraron al anciano.
— Sí, tuve un bar en el barrio -dijo con fastidio- Este vendía una revista, que ni Dios compraba, a la puerta del supermercado.
— Buen tipo este, pero mucha mala leche. Yo rio siempre porque no hago caso a él.
El viejo sonrió como sin querer.
— ¿Y vosotros? -preguntó Mamadou
— Estamos casados y tenemos dos hijos -se adelantó ella, primero orgullosa y luego con el tono más apagado- No sabemos nada de ellos, embarcaron antes.
— Nos estarán esperando adónde coño vayamos -explicó Baldomero.
— Ok, seguro -dijo el negro.
Entonces les sorprendió un trío que, agachado y notoriamente clandestino, se topó con ellos en el esquinazo del fin de la estructura. Se quedaron paralizados los tres sin saber si echarse a correr o seguir petrificados.
— No tengáis miedo, somos de vuestro bando. Tomad, anda.
Baldomero les alargó tres de los cuatro fuets que todavía le quedaban entre las ropas.
Los recién aparecidos le dieron las gracias, meneando con sumisión la cabeza, sentándose en el suelo para saciar su hambre reconcentrada.
Los otros cuatro les miraban comer vigilando a babor y a estribor del mazo central del barco.