Transoceánico (6ª parte)

02 de noviembre 2021
Actualizada: 18 de junio 2024

Los recién aparecidos comieron con avidez. Lo formaba una familia que se introdujo en el barco de polizones junto con su hijo pequeño. El niño no tendría ni cinco años, mordisqueaba el fuet con ambición pero sin esa maña que otorga la experiencia. Los tres se cubrían la cabeza con una sudadera de color negro con capucha

Los recién aparecidos comieron con avidez. Lo formaba una familia que se introdujo en el barco de polizones junto con su hijo pequeño. El niño no tendría ni cinco años, mordisqueaba el fuet con ambición pero sin esa maña que otorga la experiencia. Los tres se cubrían la cabeza con una sudadera de color negro con capucha. Parecían asustados, aún viendo que sus descubridores estaban en situación similar a la suya. 

— Perdonen ustedes -dijo el padre en un tono lastimero- pero ya nos fiamos de nadie. En este tiempo que nos tocó vivir impera el "sálvese quien pueda" y no creo que en este barco, precisamente, vaya a pasar algo que me haga cambiar de opinión. ¿Comprenden lo que les digo?

Hablaba con un tono educado, temeroso pero templado y preciso. Tanto el niño pequeño como su esposa se apretaban a él como buscando guarida. 

— Son tiempos para asustarse, buen amigo, e incluso para aterrorizarse si no se tiene una pizca de sentido del humor. Yo practico el humor ácido del sarcasmo y me vale, de momento.
Baldomero habló acercando sus ojos azulados y acuosos al padre como si pretendiera confiarles un secreto preciado. 

— Demos gracias a Dios por permitirnos viajar hacia la esperanza.

La mujer, desde la espalda del padre, susurró juntando las manos y perdiendo su mirada en las alturas neblinosas.

— ¿Les ayudó el Hacedor para esconderse en el contenedor? -preguntó el anciano acercándose más al grupo familiar.

— Sin Él nada sería posible -añadió la madre, acurrucando al niño. 

— Hasta este despropósito de vida. -dijo Baldomero- Fíjense ustedes que, a veces, me parece que ese Señor celestial es un cainita de tomo y lomo y que todo lo demás es palabrería eclesiástica interesada.

 — No hacer caso al chocho chalao -intervino Mamadou, inclinando su rotunda figura sobre ellos- Cuando sesos entran en años todo confundido. Mamadou cree que deberíamos juntarnos con todos para no sospechas de por ahí. 

El viejo le atravesó con una mirada enturbiada y un manotazo al aire, sin embargo el negro cobijó con sus brazos desmesurados a la familia y les empujó hacia donde se encontraba el resto del pasaje.

— Tiene razón, señor Baldomero, ahora que ya no tenemos el descaro de los fuets, debemos juntarnos con los demás. 

Comentó Ana, tomando del codo al anciano.

J. asintió y tiró de ella tras los otros.

El viejo les siguió de lejos mascullando no se sabe qué maldiciones. 

Llegada la hora de la comida, Marrupe y Ortiz custodiaban la buena marcha de los pasajeros en el comedor. Trataron de organizar la entrada a la sala y el acomodo en las mesas de la manera más eficaz. Las largas filas iban pasando despaciosas en torno a las longitudinales mesas enmanteladas, que no eran otra cosa que las paredes de fibra de carbono destornilladas de los mamparos estancos y elevadas del suelo con los flotadores de los botes salvavidas; su estabilidad era precaria aunque los marineros veteranos, hartos de la actividad, dejaron al albur los detalles. Y, en efecto, sucedió. Cuando los sitios en las mesas comenzaron a escasear, algunos pasajeros rompieron las filas corriendo hacia los asientos libres desparramando mesas y carritos porta-raciones. Esto provocó algunas peleas y discusiones que terminaron con grupos  comiendo en el suelo o sobre los carros que trajeron las raciones de comida preparada. El murmullo, provocado por el desconcierto y la indignación, flotó en el ambiente como una sopa espesa e indigesta.

— Este jodido engrudo no se lo traga ni el Fakir Musafar. -protestó Baldomero, removiendo el envase con potaje de verduras.

Para librarse de la engorrosa logística de una vez por todas, Marrupe y Ortiz dispusieron que, acabada la comida comunal, se distribuyera a los pasajeros en los improvisados camarotes. "Y que mañana se las apañen como les salga del bolo", aseveró Marrupe encogiéndose de hombros. La confusión y el desorden fueron monumentales. Obviamente, no había sitio para todos en el gran espacio habilitado y pronto, como ocurrió antes, se formó una colosal trifulca que terminó con varios heridos y camas tomadas al asalto. Los veteranos marineros se sentaron sobre un abandonado bidón de combustible esperando que la situación se resolviese por sí misma mientras el resto de los marineros eran engullidos por el desorden. 

— Esto acabará como el rosario de la aurora, te lo digo yo. -dijo Ortiz, observando con fatiga el barullo.

— Todos terminaremos rezando ese rosario en este jodido viaje. -añadió el otro, prendiendo la colilla de un purito que guardaba en el bolsillo del uniforme. 

Como en la comida, muchos terminaron encontrando sitio en rincones, pasillos o lugares guarecidos del barco y, evidentemente, ninguno de los marineros a cargo lo impidió. 
Mamadou y los demás encontraron hueco en un cuarto abandonado en el nivel de -2. Todo parecía indicar que la estancia fue en otro tiempo lugar para almacenar vestuario militar de tropa, ya que por el suelo se esparcían multitud de bolsas vacías de celofán, con su tira de cartón para el cuello de las camisas, alfileres, galones de cabos y sargentos y cajas de zapatos despejadas. Había un portillo al exterior, pintado el cristal de color oscuro y obstruido por la erosión del tiempo, que el gigantesco hombre de color logró abrir y que todos festejaron.

"Buscaremos algo que nos sirva de colchones. Entre todos adecentaremos esto, ya veréis", decía animada la madre escudriñando acá y allá. Mamadou también trajo dos sillas ajadas pero todavía utilizables, como les mostró sentándose y levantándose varias veces. 

— Si resisten a este jamelgo están de buten, compañeros. -comentó Baldomero.

Atareados con el arreglo del cuarto, fue discurriendo la tarde. 

El capitán esperaba el anochecer en cubierta desde un lugar cercano a la proa. No deseaba que nadie captara su presencia, escudriñando su entorno y ocupando un sitio que le pareció idóneo. Encendió su pipa al tercer intento, el viento húmedo barría la cubierta, y le dio un tiento a la petaca con coñac que guardaba celosamente en el bolsillo interior de la guerrera. Respiraba hondo viendo desteñirse el rojizo de la niebla en hebras oscuras. Se diría, por su expresión apacible, que en esos instantes era un hombre sin problemas viajando hacia un punto deseado.