Un frente inalterable (1ª parte)

18 de enero 2022
Actualizada: 18 de junio 2024

La noche era fría, ventosa, amontonando capas de hielo que en la madrugada serían placas resbaladizas en al camino hacia el frente. Pensar en el frente, en ese instante de placidez, ya no era angustioso. Los demás todavía no lo sabían, pero disfrutarían de esa paz que yo mismo conseguí porque el único medio para no participar más en esta guerra absurda era precisamente el acto que tanto me costó realizar

Me había quitado un gran peso de encima, todo el nerviosismo y el hipotético remordimiento que tuve horas antes habían desaparecido. Estaba muy tranquilo, sentado frente a la mesa en el barracón tomando un vaso de ese vino agriado que dispensaban a la tropa. Los demás dormían ignorantes orquestando pedos y ronquidos en sus literas arropados con esas mantas pardas de tacto áspero.

La noche era fría, ventosa, amontonando capas de hielo que en la madrugada serían placas resbaladizas en al camino hacia el frente. Pensar en el frente, en ese instante de placidez, ya no era angustioso. Los demás todavía no lo sabían, pero disfrutarían de esa paz que yo mismo conseguí porque el único medio para no participar más en esta guerra absurda era precisamente el acto que tanto me costó realizar. No importaba la ética ni la religión, era la decisión exclusiva para acabar con tanta disciplina malévola. La supervivencia era lo esencial, la mía y la del puñado de soldados que combatíamos por guardar los bienes de unos cuantos.

Eran las 3:48 de un nuevo día que sería diferente por fin. Era una noche de invierno y tenía el propósito de acabar con toda la botella de vino antes de que se viera la luz. Estaba orgulloso de mí mismo. Necesitaba estar solo, sosegado, disfrutando del sueño de los demás como hacía más de un mes que no lo degustaba. Antes insomne, en vigilia perpetua, temeroso de que en cualquier momento se escuchara la voz del capitán anunciándonos un ataque sorpresa nocturno o una incursión solapada para controlar el movimiento del enemigo a lo largo del frente.

Como la noche en que se cargaron al sargento y a los cuatro soldados que le acompañaban, por mucho que me repita una y otra vez el teniente médico que son invenciones mías, que nada de eso pasó excepto en mi cabeza. Pero yo la recuerdo con claridad y muy especialmente porque escuché, camuflado entre las mantas, lamentarse a Roscco.

— Es un suicidio, mi sargento. Soltarán esa jodida enfermedad que no se ve y mata. Usted lo sabe.

Pero el sargento era un hombre militar acostumbrado a cumplir órdenes sin rechistar y tragar miedo y dignidad aún a costa de su vida. Era lo que se le pedía para que el día de mañana llegara a brigada o, en el mejor de los casos, a teniente. "Es nuestro deber aunque nos joda", le dijo en voz baja, sin querer soliviantar al resto de los hombres.

Los encontramos al día siguiente entumecidos, desperdigados entre las rocas nevadas, con el rostro amoratado y las narices y las bocas embazadas en sangre seca. Nos acercamos a los cadáveres lo justo, o sea no demasiado, desde lejos, dejando que los cuerpos se fueran pudriendo o fueran devorados por las aves rapaces al igual que todos aquellos que se acercaron demasiado al frente. El enemigo era paciente, imperturbable, lanzaba sus cargas virales sistemáticamente y esperaba que la montonera de cadáveres se incrementara para detrimento de nuestra moral. Ellos jugaban con la gran baza de su insensibilidad, su fortaleza inhumana que los instrumentalizaba infatigables tras la línea imaginaria del frente. No tenían prisa, ni conceptos a los que servir, permanecían estáticos arrastrando sus moles metálicas mientras escupían sus bacilos letales. Si a algo querían llegar era a la destrucción, al fin de una era, pero calmosos, estoicos, convictos de que sus armas invisibles nos doblegarían tarde o temprano.

Todos los sabíamos al poco tiempo de estar cerca del frente. Llegábamos engañados, atiborrados de la propaganda nacional que destilaba alejada de la vanguardia. Se nos instruía como reclutas mintiéndonos en cómo salvar a la patria, a nuestras familias, a nuestro modo de vida, pero nunca nos decían que lucharíamos contra la esencia del mal, contra el producto que nosotros mismos habíamos permitido construyéndolo y que, en último caso, había logrado su autonomía. Era terrible comprender que la victoria era tan imposible como esos destacamentos que iban cayendo mes a mes y de los que nadie decía nada. En el silencio se fomentaba la victoria del enemigo.

Fue esa certidumbre la que, por no enloquecerme, me llevó a actuar por mi cuenta. Si había alguna posibilidad de sobrevivencia era la de ignorar el frente. "Si ellos no cuentan con la urgencia nosotros tampoco", me dije una y otra vez, dando vueltas en el catre y rememorando los rostros desfigurados de mueca atroz del sargento, Roscco y los otros tres. Necesitaba aglutinar la fuerza necesaria para poder descansar por las noches y dejar de temer cualquier avanzadilla hacia el frente.

¿Alguien sabe lo que es un continuado insomnio? ¿Alguien sabe de los sudores que te inundan al tiempo que la cabeza configura un sinfín de pensamientos que distan tanto de la serenidad? Si alguien lo conoce sabrá que procura dolor en el cuerpo, torpedad de mente y negatividad activa durante el día. Nadie puede resistir una prolongada vigilia a no ser que se desee perder la razón. Habrá casos en los que el motivo del insomnio se desconozca, se desvela uno sin motivo aparente y prueba con tranquilizantes o sesiones de gimnasia relajante, sin embargo mi desvelo tenía una causa y, aunque la solución me parecía demasiado drástica y distante de mi persona, cada noche en vela se iba fraguando una ramificación de mi yo que, solucionada por realizada, me daría el equilibrio básico que necesita cada ser humano. No era ningún capricho ni ninguna psicopatía. Era, como dije antes, la única manera de sobrevivir en esta guerra desigual y absurda.

Apenas se traslucían los primeros brillos de la mañana por la ventana del barracón, cuando sonó por los altavoces el toque de diana. Mientras me bebía el último vaso de vino, mis compañeros se desperezaban sobre las literas. Todavía nadie reparaba en mi desacostumbrada presencia frente a la mesa y junto a una botella vacía. Se escuchaban bostezos y las típicas bromas.

— Tengo línea. ¿Alguien desea llamar? -decía Mortimer, mostrando una ostentosa erección bajo el calzón.

— Pues mea, capullo, y llamas a tu madre de paso. -le contestaba alguno de los otros levantando un murmullo de hilaridad.

— ¡Eh, mirad al "Largo"! -exclamó "el Morsa", poniéndose de pie sobre el catre y señalándome.

— ¡¿Qué coño haces ahí, "Largo", pimplándote toda la limonada!? –gritaban uno y otro y otro.

— Va a venir la enfermera de guardia y te vas a ganar otro correctivo, capullo.

Era el momento de levantarme y decirles que no hacía falta que se apresuraran a vestirse con el uniforme de faena, que no temieran de nadie, que podían quedarse en calzoncillos y camiseta o cómo les diera la real gana.