(… Está Lía a mi lado moviendo una cantidad de facturas y recibos, papeles que reclaman su atención. Me habla desesperada, agitando su coleta hacia los lados, y con los ojos acuosos. Yo digo algo, poco, con la voz quebrada, afirmo con pesadumbre. Tengo la boca tan seca, la garganta, que necesito beber pero no encuentro vaso ni agua ni grifo. Reconozco mi hogar, sin embargo los objetos, las dimensiones de la casa son intangibles, permutan o se deshacen cuando las observo más de varios segundos. Escucho sus palabras lejanas, amortiguadas por un eco que retumba poco inteligible y se esparce por unas paredes que parecen infinitas. Tartamudeo algo, "Lo siento", tal vez, pero Lía no me oye ni yo tampoco; mi voz sale de mi cabeza pero no suena. Quisiera decirle, le digo mudo, que todo lo que nos rodea está empeñado en la infelicidad de las personas, que no somos los únicos, que los poderes, que la forma de vida que nos encauzan desde niños está diseñada para que lo cotidiano sea infernal, traumático. Lía no calla y al final se desploma sobre una silla y comienza a sollozar de manera intensa. Agita los hombros y se cubre el rostro con las manos. Cuando me acerco a ella, un impulso irrefrenable me obliga a correr. ¡Corro como loco! Mi corazón palpita en mi boca. Mis pulmones comienzan a dolerme primero en la parte alta y luego más abajo, más abajo, más…. Pero no puedo dejar de correr. "¡Papá, vamos hacia el frente!", oigo delante de mí a uno de mis hijos. "¡Y no podemos detenernos!", grita mi otro hijo con énfasis exasperado. Mi mujer, Lía, va tras nosotros pero alejada. Sacude sus manos pidiendo que la esperemos. No podemos detenernos. Nadie podría pararnos. Es como si hubiésemos picado un anzuelo y alguien estuviese recogiendo carrete. "¡¡Será el fin. El frente os matará!!", escuchamos la voz lastimera de Lía en la distancia. Pero no podemos detenernos. Repentinamente llegamos al final de ese camino recorrido. Mis hijos frenan en el borde, se agarran a los hierbajos, se aferran chillando, gritando, mordiendo la tierra para detener la carrera enloquecida e irrefrenable. Yo no puedo. Mi mujer grita atrás cuando me precipito. "No escuches. Sube cuando estés en el fondo. Escala el destino manipulado, cariño.", oigo apenas, mientras mi cuerpo siente la fricción del aire en la caída. Es frío, aire frío que se va calentando según avanza mi descenso. Apenas puedo respirar y eso me hace agitar los brazos como si fuese un pájaro necesitando del vuelo. Caigo, caigo, caigo. Pienso en los míos: mi familia, Lía, mi casa, mi trabajo, mis padres….. Sigo cayendo, cayendo, cayendo. No escucho nada, sólo el peso de mi cuerpo atravesando el aire que casi se me hace irrespirable. "Vas hacia el frente", recuerdo la frase de mi hijo. Una guerra indolora. Victimas nada más nacer. La tecnología minando mi libertad. El frente contra todos conduciéndonos a la trivialidad, el ardid que nos hace inermes en esta guerra desigual. Caigo, caigo, definitivamente caigo de forma interminable. Caigo, caigo, caigo, caigo, caig…)
— "Largo", coño, espabila. Toma un poco de agua.
Me dice Antoniadis levantándome un poco la cabeza.
— ¡Joder, vaya sueño pesado que has tenido esta vez! Te agarrabas a las sábanas como si fueras a caerte de la cama.
Y es cierto. Había tenido una pesadilla angustiosa. Parecida a la de otras ocasiones.
— Estaba cayendo por un precipicio que no tenía fondo -les digo aturdido a los que están alrededor de mi cama.- ¿Qué día es?
Me dicen el día y la hora que es. Después les comento que tengo mucho apetito y que mi cabeza está tan embotada como si la hubiera tenido en remojo horas y horas.
— Es por el calmante que te puso la Martha -dice Mortimer a trompicones mientras se cepilla los dientes- La liaste la otra noche, "Largo", y ella ya sabes cómo se lo toma.
La lié, claro, pero tenía que hacerlo.
El empresario estaba sentado en el butacón, con las piernas abiertas sujetándole un buche que le tensaba al máximo su chaleco burdeos. Así se sentaba todos los primeros de mes que visitaba el Sanatorio Amancio Schneider de Salud Mental, su obra caritativa por excelencia aunque ya en horas bajas debido a que los casos psiquiátricos habían bajado vertiginosamente en los últimos años.
— Esta nueva sociedad, en la que todos nosotros hemos puesto nuestro granito de arena, está demostrando la madurez que esperábamos y a las pruebas me remito.
Solía decirle al doctor en múltiples ocasiones con la impronta de un orgullo salido de un "hombre hecho a sí mismo", según palabras propias. El empresario Schneider, el mayor de cinco hermanos, fue un niño aplicado (y poco instruido, ya que al colegio asistió lo justo para escolarizarse; "Tiempos en los que la necesidad familiar estaba por encima de cualquier otra cosa", según contaba) en el pequeño taller de sastrería que regentaba su padre, don Mathias Schneider, un alemán que, junto a su esposa, logró que su negocio se pusiera de moda, por mero capricho del hado, entre las clases pudientes de la ciudad. El pequeño Amancio aprendió el oficio y, en su juventud, se granjeó amistades importantes y poderosas que le fueron catapultando, además de por su trabajo bien elaborado, hasta la cima de la industria textil del país. Contrajo matrimonio con doña Cayetana De La Orden Jiménez Montejano, hija única y rica heredera de la fortuna y posesiones del conde de Montejano, con lo que su expansión comercial se aceleró. Era un hombre rudo, de hablar sentencioso y mirada cruda, que acostumbraba a maldecir todas las religiones y, sin embargo, asistir rigurosamente a misa de doce todos los domingos. En la cresta de la ola decidió, insistido por su mujer, fiel devota a todas las vírgenes santificadas, hacer una monumental obra de caridad: un psiquiátrico que llevaría su nombre. "En estos tiempos en los que, desgraciadamente, existen hombres inadaptados al ritmo de la modernidad y que con su beligerancia, en muchos casos demasiado agresiva, se necesita un centro médico adaptado para recluir a esos individuos y mejorarles para hacerlos útiles al bien común", dijo a los miembros del Gobierno de turno cuando la concesión de su sanatorio fue todo un hecho. Le gustaba sobremanera el café fuerte con un "tiento de cazalla" y admiraba el arte de asar el cabrito con leña de carrasca.
— Me ha llegado a mis oídos, que ya sabes que los tengo muy finos, que hay un interno que os da la lata más que ninguno. ¿Se equivocan mis orejas, doc?
El médico forzó una media sonrisa. De ningún modo deseaba que el empresario conociera las incidencias que provocaba González.
— No tiene la mayor importancia -le contestó- Algunos de los pacientes tienen crisis puntuales, pero todo está bajo estricto control.
Schneider se arrellanó en el butacón para poner en práctica su mirada inquisitiva.
— Insisto. Son fuentes muy fiables las que me han informado de ese alborotador reincidente. Parece ser que a mí me llama "el capitán" dentro de una guerra muy particular. Cuénteme, amigo, cuénteme.
Al doctor se le tornó el gesto rígido. Se enderezó sobre la silla de su despacho y comenzó a golpear con los dedos un dietario de pastas de cuero.