Un frente inalterable (4ª parte)

08 de febrero 2022
Actualizada: 18 de junio 2024

— Reconozco que González no responde al tratamiento como los demás -dijo el doctor tras una pausa tensa- Pero creo nada más que se trata de un exceso de imaginación. Tenga en cuenta, señor Schneider, que trabajaba como escritor en su vida de antes

— Reconozco que González no responde al tratamiento como los demás -dijo el doctor tras una pausa tensa- Pero creo nada más que se trata de un exceso de imaginación. Tenga en cuenta, señor Schneider, que trabajaba como escritor en su vida de antes.

El empresario cambió de posición en el butacón. Parecía, a tenor de su gesto sarcástico y su postura impropia (se había recostado excesivamente sobre el butacón, casi estirado por completo), que tomaba las palabras del médico algo más que a la ligera.

— Mira, querido doc, este centro médico ya no supone lo que constituía hace años. ¿Cuántos internados quedan? ¿Doce, catorce?

El médico dijo "Once", pero cuando quiso argumentar algo más, el empresario se le adelantó autoritario.

— Once dementes, escaso bagaje para mis intereses empresariales. Con esto te quiero decir que la institución ya ni me interesa a mí, ni a la sociedad en sí. El mundo ahora se rige por vertientes, digamos, más conformistas porque al individuo se le ha educado en el consumo, la cooperación en el bien común y el compromiso con el futuro en concordancia con los verdaderos impulsores económicos del país. Esos irreverentes de hace una década pasaron a mejor vida, ya no tienen cabida en la sociedad contemporánea, y me he propuesto, de acuerdo con las autoridades competentes, que estos posos que todavía pululan por centros como este deben ser erradicados. O bien su adaptación se acelera para considerarlos válidos, digamos dentro del plazo de un mes, o debemos recluirlos en un centro recóndito donde la posibilidad de su, digamos, contumacia no tenga repercusión alguna. La sociedad debe olvidarlos porque su tiempo se ha consumido, es pasado. No podemos permitirnos que altercados como los que ha protagonizado este González tengan repercusión fuera de este centro, por mínima que sea su trascendencia. Y aunque no tenga demasiada importancia, querido doc, ¿te importaría mostrarme cual fue la venganza de ese tarado a "el capitán"?

El médico bajó la cabeza y se entretuvo unos segundos en mirarse la punta de sus gastados zapatos deportivos. Estaba tomando una decisión que, oídas las palabras del empresario, a cada instante tenía menos relevancia.

— Acompáñeme, por favor.

Salieron del despacho. Se adentraron por el pasillo principal mientras sus pasos resonaban en el silencio del sanatorio. Tan sólo al fondo, tras el botiquín de urgencias, se escuchaba, como el bisbiseo zumbón de una abeja, las voces de los once internados. Schneider iba a la par del doctor rozando con su rotundo corpachón una de las mangas de la bata del otro.

Llegaron al salón de actos. El doctor se detuvo antes de abrir la puerta.

— Rosemary, por favor, -dijo elevando la voz- procura que mientras estemos aquí no salga ningún interno de su cuarto.

La enfermera, atareada en el habitáculo contiguo, el almacén de medicamentos, asintió varias veces para terminar diciendo: "Voy a las literas para asegurarme, doctor".

— Todavía no hemos tenido tiempo para arreglar todos los desperfectos -se disculpó el médico antes de abatir la hoja- Martha, la enfermera del turno de noche, hizo lo que pudo.

Era una habitación espaciosa por la que entraba a raudales la luz tibia del sol. Había varias sillas descolocadas, en las filas que antecedían al estrado, y el telón granate que cubría la parte trasera de la tarima aparecía hecho jirones, uno de los cuales ataba el cuello de la estatua del fundador de la institución sanitaria pendiendo del soporte del telón. La estatua giraba levemente en el aire con sus ojos vacuos descascarillados.

Amancio Schneider escudriñó largo tiempo la escultura. Dio varias vueltas para detenerse, en una posición que le pareció la más adecuada, dando la espalda al resplandor de la luz, en los ojos dañados. Se acercó aún más, pidiendo al doctor que impidiera el movimiento de la escultura, para comprobar la saña con que el interno destrozó los ojos.

— ¿Y nadie escuchó nada? -preguntó diligente, clavando la brasa de su mirada por encima de los hombros del médico.

— González cruzó una barra en la puerta de entrada -contestó incómodo- Hasta que no salió por su propio pie y fue a su dormitorio la enfermera no pudo entrar. Ni siquiera el vigilante de seguridad pudo acceder.

El empresario movió un par de veces la cabeza y dio su sonoro resoplido a la vez que una palmada.

— Es evidente la ofensa, doctor -dijo con voz grave, apretando los labios y moviéndolos como si tratase de tragar algo demasiado carnoso- Habrá que tomar medidas drásticas y urgentes.

— Le recomiendo, señor Schneider, que no se lo tome…….

— ¡Drásticas y urgentes, señor doctor!

El empresario había elevado la voz y mostraba su mentón deseándolo poner por encima de la cabeza del médico. Después se fue con tanta celeridad que hizo golpear la puerta del salón de actos con tal brusquedad que dio al traste con la fotografía enmarcada del día de la inauguración del hospital en la que él aparecía sonriente en el centro rodeado por ministros y el mismísimo Presidente del Gobierno de entonces.

El médico miró la estela del empresario. Luego suspiró antes de salir para volver a su despacho.

Rosemary le alcanzó en la misma puerta.

— ¡Vaya mala leche que se llevaba el jefazo! -dijo ella haciendo una mueca burlesca- Les he llevado limonada a los internos porque González lo celebró anoche a base de bien.

El médico tenía la mano en el picaporte de su despacho a la vez que asentía.

— ¿Malas noticias, doctor?

— Bastante, sí. Vaya buscándose otro empleo, esto se va al garete.

La enfermera se llevó la mano a la boca ahogando cualquier exclamación.

— Pero yo pensaba que este era un trabajo seguro -dijo ella pensativa- ¿Y los once internos? Nos necesitan todavía, usted lo sabe.

— Esto funciona con el dinero de Schneider. Si él decide cerrar, todos sobramos.

El médico no deseaba seguir con la conversación. Abrió la puerta de su despacho y la cerró con lentitud.

La enfermera tomó el camino de vuelta al almacén de medicamentos. Su rostro tenía un desacostumbrado rictus de contrariedad que se acentuaba en la expresión mortecina de sus ojos. Pensaba en los enfermos, en sus padres, en su sueldo, en sus proyectos de independizarse, en su futuro. Antes de entrar en el almacén quiso decir algo para sus adentros, sin embargo le brotó irrefrenable en su boca: "Puto rico cabrón".