Hoy me toca salir a hacer la compra de la semana. Como habitual sospechosa.
Tengo la vaga sensación de que algo está mal, pero no alcanzo a entender del todo qué es porque hago lo que haría un lunes cualquiera.
Mientras trato de convencerme de que nadie va a poner precio a mi cabeza, pienso si estaré dejando atrás para siempre algunos hábitos y empezando a adquirir otros, impuestos por las circunstancias. Empiezo preguntarme hasta cuándo dura ahora un para siempre.
Repaso la lista, ordenada por secciones, como habría hecho el marido de Julia Roberts en Durmiendo con su enemigo, para no estar dando vueltas como en un día que no fuese este, olvidándome de aquello y acordándome de esto otro al llegar a la caja, disculpándome y volviendo atrás.
Dudo un poco al escoger la ropa. En ocasiones sin precedentes no se sabe si es mejor esmerarse en el arreglo o dejarse ir. Tengo que decir en mi favor que aún no he caído en el chandalismo. Ni para andar por casa; aún tengo principios.
Retraso el momento, lo confieso, para enfrentarme lo más tarde posible con la mirada de mi perra. Nora es ciega de un ojo, pero por el bueno, mira con una intensidad escalofriante.
Lleva sin salir a la calle toda la cuarentena porque somos de los privilegiados con jardín.
Sin embargo, también pertenecemos a ese sector cada vez más amplio de gente que vive sola.
Hace ya tiempo que nadie aparece por el jardín y Nora es el ser vivo más sociable que conozco. Corredora velocísima y jugadora de pelota, practica sus dos aficiones en A Illa das Esculturas, el lugar de la ciudad donde más feliz se siente.
No entiende porque he dejado de llevarla allí.
Hicimos una excepción a la clausura hace dos domingos. Bajamos al parque de Barcelos porque Chapito, mi otro perro, no paraba de ladrar a los vecinos que asomaban por ventanas y balcones que miran hacia nuestro jardín. La estampa era desconocida y desafiaba los nervios destrozados de un perro que ha sentido pocas caricias en su año de vida.
No hemos vuelto a salir los tres juntos desde entonces.
Mientras cojo el bolso en un gesto que, otro día cualquiera, habría sido el pistoletazo de salida para dar rienda suelta a su energía de podenca, le doy la orden de quedarse. Me mira entre desconcertada y dolida. No lo soporto.
Así que salgo, cobarde, con mi carrito-salvoconducto, dirección supermercado, el trayecto más largo que haré en toda la semana. Un horizonte de calles semivacías y miradas desconfiadas y distantes. Me consuelo pensando que a Nora no le habría gustado.
Ha vuelto el frío y amenaza la lluvia. El clima se ha vuelto solidario también y no quiere entristecernos más con un sol inalcanzable.
Al doblar la esquina hacia la calle Javier Puig-Lamas aparece una chica llevando un perrito blanco. Lleva mascarilla y, el animalillo, una especie de calcetines en las patas. Son el ejemplo perfecto de cómo seguir las recomendaciones sanitarias, pero en mi imaginación de confinada ella lleva bozal y él zapatos. Me viene a la cabeza entonces una canción de mi infancia: "Por el mar corren las liebres, por el monte, las sardinas; todas estas cosas había una vez cuando yo soñaba un mundo al revés".
Me agarro con fuerza al carro para no perder el sentido ni la dirección.
Llego al supermercado y ocupo, obediente, mi sitio en la cola de entrada, entre las dos líneas rojas que marcan la distancia de seguridad. Cubro mis manos con los guantes y hago la compra. Hay menos gente que el lunes pasado. Hay más resignación y menos sonrisas.
Nos vamos adaptando al confinamiento.
Cuando llego a casa, Nora salta sobre mí, sin atisbo de rencor, como hacen todos los perros del mundo, acompañada de Chapito que se ha autoerigido guardián del territorio.
Por la ventana el sol se atreve a salir un rato, lo imprescindible para no olvidarse del mundo, como los ciudadanos de a pie, los que no estamos en primera línea, abandonando por un momento las trincheras, admirando entre incrédulos y dolidos, igual que Nora cuando me observa salir sin ella, a quienes luchan desde tantos frentes.
Gracias a ellos y a todos los demás que actúan responsablemente, nuestro lunes, nunca igual, volverá a parecerse lo más posible a aquellos otros, anteriores a la declaración del Estado de Alerta.
Volverá la realidad; la rutina sin sombras de sospecha de un lunes cualquiera.